Por Hugo Ramírez- Perú
Una muchedumbre enorme ha recibido al Papa Francisco en Río de Janeiro. Motivados por su fe se han volcado a las calles para dar la bienvenida al hombre que hasta hace unos meses se desempeñaba como cardenal en Argentina. En medio de la multitud, miles de jóvenes venidos de todos los rincones de Latinoamérica y el mundo vocean el nombre de Bergoglio. Se alegran, se emocionan porque sienten que el Papa escuchará sus reflexiones y debates durante la Jornada Mundial de la Juventud.
En otro lugar de Río, en las cercanías del Palacio de Guanabara otro grupo de jóvenes desgarran sus gargantas con críticas a la visita del Papa y las autoridades brasileñas por lo que consideran un derroche de dinero en los preparativos de la presencia papal. La actitud de estos jóvenes es sólo la cara visible de un rechazo mayor hacia todo lo que huela a Iglesia. Lo demostraron masivamente en Madrid en el 2011, en la anterior Jornada Mundial de la Juventud y lo siguen demostrando en hechos concretos de la realidad cotidiana.
Estos millones de jóvenes, hombres y mujeres, que actúan fuera del “rebaño” lanzan sus dardos contra una institución que sienten que no los representa. Una juventud que no encuentra en la Iglesia respuesta a sus inquietudes y preocupaciones. Abundan en críticas y le enrostran sus contradicciones: Desde el púlpito demandan austeridad, sencillez y la vida fastuosa que llevan muchos de sus miembros la desnuda. Hacen de la moral un sermón permanente y las denuncias de pederastia los lapidan. Sin rubor les hacen caer en cuenta de su doble moral. Mientras la institución presenta reparos contra la diversidad sexual muchos de sus miembros se guardan en el “closet”.
La larga fila de críticas que incluye el tema de la participación de las mujeres, el aborto, son solo un acumulado en el imaginario colectivo respecto de la actuación de la Iglesia en la historia de la humanidad. Sólo en nuestro continente, el pasado reciente lo grafica. En Montreal-Canadá, los automóviles lucen a modo de placa una frase tomada de su escudo: “Je me souviens”. El “Yo me acuerdo” es un recordatorio permanente del rol que jugaron las autoridades, incluida la Iglesia, contra la población francesa que por años permaneció postergada y marginada respecto de la inglesa. La población no la recuerda con agrado. Será por eso que muchas de las monumentales catedrales que allí existen son ahora hoteles e incluso se han convertido en discotecas donde la juventud se divierte. Para los jóvenes sus insultos más duros hacen referencia a símbolos sacros como el cáliz.
En Paraguay muchos de sus hermanos de fe del ex obispo y presidente Fernando Lugo le dieron la espalda cuando fue depuesto de su cargo. Fueron los jóvenes quienes mayoritariamente salieron a denunciar la ruptura del orden constitucional.
En Honduras, la jerarquía oficial guardó silencio del golpe propinado al presidente democráticamente elegido Manuel Zelaya y secundaron el nombramiento de Roberto Micheletti como el sucesor momentáneo. Sólo un puñado de jesuitas se la jugó en favor de defender el orden constitucional. Evito las referencias a Perú porque aquí las críticas también son evidentes.
Esta juventud no adepta a la estructura eclesial además de interpretar estos y otros tantos hechos, se da perfecta cuenta que fue más fácil canonizar al líder del Opus Dei que a monseñor Romero acribillado a tiros por orden de la derecha salvadoreña en los tiempos convulsos de la guerra civil, que desangró a este pequeño país centroamericano en los años 80. Se da cuenta que quienes intentaron reformarla y reconstruir una Iglesia cercana al pueblo fue tildado de comunistas y hasta excomulgados. Lo sabe el aún vivo Leonardo Boff, el fallecido Dom Helder Cámara, el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez y tantos otros.
Si en Río, en su reunión con los jóvenes el Papa Francisco elude estas preocupaciones de la juventud, la que no forma parte de la grey, ellos y ellas seguirán alejándose de la Iglesia. Quedarán, desde luego, los convencidos, los que actualmente acompañan al Papa en la Jornada Mundial de la Juventud, y los que aún ven en la Iglesia un signo de esperanza. Ello no representa en sí mismo, una garantía que seguirán bajo su abrigo. He visto a muchos de ellos pasar por grupos parroquiales y hoy están de lado de los que cuestionan. Esta realidad no se puede soslayar.
Si muchos de los jóvenes no se sienten hoy representados por la estructura de Iglesia, no quiere decir que no comulguen con sus principios y sus valores. El amor, el respeto, la solidaridad, el compartir son referentes potentes que lo practican a su modo y estilo. Falta, en todo caso, que la Iglesia empatice y sintonice con sus preocupaciones y aspiraciones.