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Por Juan Fernández Labbé, Investigador adjunto, RIMISP, Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural
Los movimientos sociales mueven la línea del sentido común de las sociedades. Hacen que lo que hoy se considera natural, pase a ser cuestionable y, finalmente, transformable colectivamente. El movimiento estudiantil chileno lo viene haciendo desde el año 2006 –con especial fuerza el 2011- y ha logrado instalar definiciones que casi habían desaparecido de la conversación social: que la educación es primero un derecho social, antes que un bien sujeto a transacción mercantil, por ejemplo.
En el último tiempo otros movimientos también han surgido a lo largo del país. En la Araucanía, la lucha sostenida del pueblo mapuche por la recuperación y control de su territorio; en Freirina el clamor ciudadano contra el abuso de las empresas y el abandono del Estado; en Aysén, la demanda de los pescadores que escaló hasta un conflicto multidimensional que dejaba ver el aislamiento, el alto costo de vida, la ausencia de una universidad regional y el despojo de los recursos naturales del territorio; en Magallanes, la razonable indignación ante el alza del precio del gas; en Arica, de nuevo “el abandono del Estado”, sentida declaración de los dirigentes sociales; y en Calama, epicentro de la extracción de la principal riqueza del país, las demandas por soluciones a sus carencias y el reclamo tajante por “descentralización ahora”.
Las desigualdades territoriales chilenas, el centralismo rampante y el muchas veces hermético sistema político, se conjugan para generar realidades insostenibles en las regiones. Los movimientos ciudadanos han rechazado la desigualdad social y su expresión territorial, que la hace más ruda aún, por situar asimétricamente a las regiones y sus comunas respecto de Santiago. La concentración económica y política en la capital, y la disparidad existente en materia de indicadores sociales entre dos o tres regiones y el resto, describen un país desequilibrado, que requiere de cambios orientados hacia la reducción de las brechas territoriales. Dichos cambios, posibles desde la política, exigen que el poder político también radique en las regiones, que éstas no sean sólo receptoras, sino que creadoras de política, que el poder ciudadano regional se pueda expresar en la institucionalidad regional y que el centro negocie, no imponga.
Poco a poco se ha ido abriendo el sentido común a la incorporación de una nueva dimensión de las desigualdades: la territorial. Aún falta mucho por avanzar y comprender que el desarrollo no es posible si no existe cohesión territorial, de modo que todas las personas tengan iguales oportunidades de desarrollo y acceso a niveles semejantes de bienestar y de ejercicio de sus derechos, independientemente del lugar donde nacen, crecen o viven. La ciudadanía lo está expresando y el sentido común está penetrando en la agenda, pero ello no ocurrirá solo, sino que de la mano de territorios activos, con ciudadanía y actores políticos concertados, demandantes y propositivos. Los movimientos sociales están haciendo su parte, ¿y las autoridades?