Por Paul Walder

El lunes 1º de julio la economía chilena ascendió a otro escalón de los rankings internacionales: el Banco Mundial cambió la calificación de Chile de país de ingreso medio-alto, a país de ingreso alto, categoría que comparte a partir de ahora con todas las naciones denominadas desarrolladas. Desde este mes, la economía chilena se codea con la portuguesa, española, pero también con la canadiense, francesa, alemana o japonesa. Desde julio, es también el primer país latinoamericano en ostentar esta calificación.

El nuevo impulso, que se agrega al de hace cuatro años cuando ingresó a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) aun cuando previsto, se ha adelantado. Desde 2010 el ministro de Hacienda, Felipe Larraín, había venido anunciando este “salto al desarrollo”, que preconizaba para finales de la década. Hoy Chile, con un ingreso per cápita por paridad de compra (PPD) que en 2012 marcó 21.500 dólares anuales (diez millones 750 mil pesos anuales o casi 900 mil pesos mensuales) está levemente por debajo de Portugal, que tiene un ingreso de 24.600 dólares, y por sobre México, con 16.600, y muy lejos de Brasil, con apenas 11.750 dólares.

El anuncio lo hizo Larraín junto al presidente Sebastián Piñera y al titular del Banco Mundial, el coreano nacionalizado estadounidense Jim Yong Kim, de visita en La Moneda. Aunque Larraín expresó su satisfacción por la calificación, la realidad es que no había mucho que festejar. El clima social y político no está para celebrar este tipo de anuncios. La opinión pública chilena desde hace varios años es consciente del significado que tienen estas medallas. Que Chile sea hoy estimado en el concierto mundial como un país de ingreso alto, es parte de un proceso que tiene sus orígenes, por lo menos, un par de décadas atrás y que está circunscrito a la liberalización y globalización de su economía. Para comprender la inclusión de Chile en este ranking tendríamos que comenzar a recordar las reformas estructurales “sugeridas” por este organismo y el FMI, que significaron colocar los puntales de la institucionalidad económica actual. Reformas que consistieron en la privatización de prácticamente todos los activos del Estado, la reducción drástica del aparato público y el traspaso, con la excepción de Codelco, de toda la explotación de los recursos naturales al sector privado. Que hoy la educación y gran parte de la salud esté en manos de corporaciones, es un efecto de esas transformaciones.

 

EL PARAISO NEOLIBERAL

El ingreso de Chile en el exclusivo club de países de altos ingresos representa haber alcanzado la meta de las políticas neoliberales instaladas hace más de tres décadas por las grandes corporaciones, apuntaladas por las élites políticas y financieras. De cierta manera, el modelo ha llegado a su destino: el paraíso del libre mercado expresado en un PIB de 268 mil millones de dólares. Bajo otra mirada, que es la del 90 por ciento de la población, esta calificación es un número más, un titular ajeno en la prensa especializada. ¿Qué sentido tiene un número que le asigna a cada chileno un ingreso de 900 mil pesos mensuales, con la disputa mezquina de un salario mínimo que apenas supera los 200 mil? ¿Dónde están los 21.500 dólares anuales de los niños de La Araucanía? ¿Cuál es el ingreso per cápita del 1% más rico de la población? Con estas cifras podemos decir que el discurso neoliberal que relaciona crecimiento económico con desarrollo, está acabado. El modelo, como máquina de creación de riqueza sobre la base de la desigualdad, ha tocado fondo.

Es también posible comprender el ingreso de Chile a este grupo de naciones como una jugada política del Banco Mundial. En tiempos de franco retroceso y deterioro del modelo de libre mercado, no está demás levantar a uno de los mejores alumnos de la doctrina neoliberal y premiarlo con una nueva medalla. Chile, que ha sido durante dos décadas el paradigma de la ortodoxia mercantil para Latinoamérica y también para parte del mundo, necesitaba un nuevo incentivo.

Pese a todo esto, el gobierno y el empresariado apenas festejó la inclusión de Chile en este club. Una actitud muy diferente a la que tuvieron los gobiernos de la Concertación al suscribir tratados de libre comercio durante la década pasada, los cuales fueron anunciados de manera grandilocuente como un paso más para traspasar el “umbral del desarrollo”, el ingreso, recordemos, a “las grandes ligas”. Hoy, cuando el Banco Mundial incluye a Chile entre aquellas naciones desarrolladas, parece que no hay mucho que aplaudir. Tras la cifra, no hay magia. Todo sigue igual. Los problemas parecen ser mayores que hace diez o veinte años.

Este evento, que ha pasado sin pena ni gloria, refleja el gran cambio que ha tenido el país en los últimos años. No se trata de un cambio en su PIB, que ha crecido de manera muy abultada, pasando de sólo 78 mil dólares el 2003 a más de 268 mil el año pasado, sino de la percepción que la ciudadanía tiene de este crecimiento. Si hace diez o cinco años atrás los gobiernos y la prensa afín podían aclamar los flujos de inversión extranjera y las altas tasas de crecimiento económico, hoy prefieren no festejarlos. Desde que las primeras movilizaciones estudiantiles comenzaron a exhibir las cifras de la desigualdad, la opinión pública sabe muy bien a quiénes pertenecen esos guarismos. En las redes sociales rápidamente hicieron su lectura. Para los activistas y comentaristas, la información simplemente debió haber aparecido en las páginas de algún semanario de humor. Se trataba del mejor chiste de la semana.

 

LA SABROSA TORTA MAL REPARTIDA

La desigualdad, bien detectada y registrada, no aminora con el crecimiento de la economía sino tiende a profundizarse. El diez por ciento más rico absorbe cerca del 60 por ciento de la riqueza, en tanto el uno por ciento más acaudalado más del 30 por ciento. Si observamos el crecimiento de la economía durante los últimos diez años, veremos que la creación de riqueza se ha concentrado en ese grupo. Bajo otra mirada, el aumento de los ingresos de aquella minoría se ha hecho mediante el empobrecimiento del resto. Las protestas en las calles son principalmente de sectores medios, que ven cómo el fruto de su trabajo termina en los bancos y en las grandes corporaciones. Si hay creación de riqueza, ésta no está en la gran mayoría de los chilenos.

El país ha crecido durante los últimos diez años a un promedio anual entre el cuatro o cinco por ciento, pero las grandes corporaciones, como la minería o la banca, a tasas sobre el veinte por ciento. En el otro extremo están los trabajadores y las pequeñas empresas. La evolución de los salarios y de las ventas apenas registra tasas del uno por ciento al año. Esta economía de varias velocidades sólo tiene una explicación: la apropiación de la riqueza, a través del control de los mercados, pero también por la utilización de mano de obra barata, desregulada y desorganizada (hasta ahora) por unas pocas gigantescas corporaciones. Este fenómeno, que hace diez o cinco años era discusión de académicos y activistas, hoy es una realidad que comparte gran parte de la ciudadanía. Las protestas no son por simples reformas o reivindicaciones puntuales: apuntan al desmantelamiento del modelo que ha hecho posible estas desigualdades.

Las elites políticas y empresariales han relacionado las protestas ciudadanas con el aumento de la riqueza nacional. Hablan de crisis de crecimiento, de demandas de clase media y reconocen, lo que ya es un avance, la necesidad de una mejor distribución. Es una realidad que hasta comparte la UDI, con su eslogan “un Chile más justo”. Pero se trata de un discurso que refuerza el modelo de libre mercado y Estado subsidiario, expresado hoy mediante todo tipo de bonos asistenciales.

Sabemos que ésta es la idea de justicia de la UDI y el sector privado, que sin embargo hoy saben que no son una respuesta a las demandas estructurales de la población. Es por ello el miedo, que es posible observar en las campañas contra una eventual reforma tributaria. El gurú económico de la extrema derecha, Hernán Büchi, en una entrevista a El Mercurio arremetía contra las propuestas de reformas que han comenzado a levantarse como futuros programas de la Concertación. Se trata de la creación de un clima de conflicto, útil para eventuales y futuras negociaciones.

La experiencia nos dice que las políticas asistenciales, que sólo han sido útiles para reducir en parte la extrema pobreza, no sirven para solventar la actual crisis que vive la gran clase media. Al observar el efecto de estas políticas públicas durante los últimos años vemos que la amortiguación de las diferencias es prácticamente nula. El ingreso autónomo -que no considera los subsidios-, del diez por ciento más pobre, representa sólo el 0,9 por ciento del total de la renta, en tanto el del diez por ciento más rico, representa el 40 por ciento. Con los subsidios, la corrección es mínima: 1,5 por ciento contra 39 por ciento.

Estas políticas, que tienen como efecto la consolidación de las desigualdades, son hoy una realidad para la ciudadanía que reclama cambios de fondo. Lo es en Chile, pero también en Brasil, España, Turquía, Grecia y otros países. El modelo de desarrollo basado en el libre mercado ha conducido a la concentración de la riqueza y el poder en unas pocas manos, en desmedro de gran parte de la población que ha disminuido su calidad de vida. Cuando la salud, la vivienda y la educación, en otras épocas consideradas como derechos económicos y sociales, pasan a ser servicios o bienes de consumo con fines de lucro, las condiciones de vida de esos “clientes” sufren un evidente retroceso.

Chile es considerado un país de alto ingreso. Pero, ¿para quiénes? Para los dueños del capital, de los medios de producción. A diferencia de las elites, que debieran festejar el ingreso en este nuevo grupo de países como una reafirmación del modelo, la ciudadanía tiene otro diagnóstico, el que se expresa con meridiana claridad: recuperación de los medios de producción, renacionalización, estatización.

Las demandas levantadas por las organizaciones sociales que convocaron al paro nacional del 11 de julio apuntaron a una reestructuración completa de la institucionalidad económica y política, las que eran impensables hace cinco años. Cualquiera de ellas, desde el final del sistema de capitalización individual en las AFPs a la educación gratuita y de calidad, desde la renacionalización del cobre a una reforma tributaria que nos coloque al nivel de los países de altos ingresos, significa una desinstalación del modelo neoliberal. El tiempo de las reformas, que no las detectó la elite política y empresarial, ya pasó. Hoy es el momento de cambios profundos. (…)