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Mientras me devanaba el marote para entender cómo Caritas iba a hacer para terminar con la pobreza en dos días, según el lema de su campaña financiera anual y trataba de descifrar qué quiso decir el Papa con eso de que «En el mundo no manda el hombre sino el dinero», como si éste fuese manipulado por un consorcio de marcianos y no por varios grupos concentrados, entre ellos su secta globalizada, me encontré con Luis Villalba. Conversamos, como siempre, amablemente. Esta vez le tiré la idea de que ciertos personajes creen que por ser zurdos, fumar en pipa, ostentar barba y leer a Galeano son de izquierdas. Mientras él lo pensaba, nos sentamos a tomar un café (no sean malpensados, cada uno el suyo) y me contó este cuento que, más que basado en hechos reales, es un hecho real. Pero como trato de no ser maleducado, primero se los presento. Luis es un escritor, cineasta, poeta, profesor universitario, guionista y director de cine, sibarita, hincha de Godoy Cruz Antonio Tomba y el Manchester United (nadie es perfecto), hermano de una monja sui generis y, fundamentalmente, un amigo entrañable. El tipo venía furioso, con esa indignación que sólo los dignos manejan con inteligencia. Y se despachó.
Como todos los años las autoridades de Cultura de la provincia ofrecen a las escritoras y escritores vernáculos.que entreguen ejemplares de sus obras para ser exhibidos y, eventualmente, vendidos en el stand de Mendoza, durante la Feria del Libro de Buenos Aires. Y allí fue el ingenuo con sus diez libritos de «Cuaquito», cuentitos creados por él e ilustraditos por Chanti y que es una reedición en 2012 de los que el autor había publicado originariamente entre 1978 y 1980 en el diario «Mendoza», entonces con dibujos de Mirtha Castillo. Para escándalo de la bestialidad censora de los genocidas de su época, la obra fue y es un regocijo de ternura y espíritu libertario, en clave infantil.
Llegóse don Luis a las mismísimas oficinas burocráticas del Ministerio en cuestión, entregó sus diez ejemplares, le fue otorgado el recibo correspondiente y se le manifestó que, una vez finalizada esa feria de vanidades literarias en el predio que la Sociedad Rural le birló a la patria, pasara a retirar los ejemplares sobrantes, si es que, y a cobrar sus maravedíes, como para poder invitar a una vuelta de café con tortitas a sus contertulios de los sábados a la mañana, entre las 10 y las 13, aproximadamente (no revelo el domicilio porque se nos agregan plomos insufribles, como ya nos sucedió una vez). No mucho más, no se crean. El hombre es modesto y vive con poco. Pero como buen argentino tiene su vida fiscal en orden y posee facturero propio y ya le dan la llave de su casa.
Terminados los menesteres librescos allá en la urbe macrista, se emplilchó don Luis como para ir a una cita romántica (es bueno que sepan que nuestro héroe es un decimonónico prototípico) y fue al encuentro del resultado de la aventura de su obra. Algún solícito funcionario lo anotició de ciertas novedades, a saber: la cosecha de sus monedas y/o ejemplares sobrantes estaba en poder, le dijo, de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) de Mendoza, entidad parasitaria que nuclea maestros de cocktails, escribanos de ombligos líricos y señoras de jubilaciones bíblicas. Recuperado de la sorpresa, el creador de Cuaquito, intentó una pálida protesta, pero se resignó ante lo inevitable. Cuando tomó el coraje suficiente consultó telefónicamente los pasos a seguir y se le comunicó, sin anestesia ni protocolo, que para recuperar el ejemplar remanente y el equivalente en pesos moneda nacional de los nueve vendidos, previa retención del 30% de lo recaudado para adquirir golosinas y cotillón para la próxima kermesse, era condición sine qua non ingresar a la entidad mencionada, en calidad de socio. En síntesis, le cambiaron la cancha.
Como el recibo en su poder había emergido del vientre burocrático del Ministerio de Cultura mendocino la confusión se apoderó de su ya frágil paciencia. El indignado escritor se acordó de los parientes del funcionario culturoso, hasta llegar a la quinta generación hacia atrás, pero decidió que su nivel de colesterol no merecía un incremento por tan nimia desprolijidad. Ergo, pensó, que se guarden en el orificio que ustedes imaginan, el ejemplar y los maravedíes o su equivalente en euros.
Por supuesto, terminé pagando yo su café y el mío, feliz por no haber sido también víctima del despropósito burrocrático.
Me apuro en declarar y aclarar que, como decía mi vieja, «la culpa no es del chancho», o sea la entidad parasitaria, y también que «el que se acuesta con un bebé sin pañales», o sea el Ministerio, «amanece mojado».
No supongan que en el trasfondo de este relato hay un antioficialismo de pago chico, larvado o sublimado. Ni siquiera. Se trata, según mi modesta opinión, de un caso explícito de desidia, ineficiencia y pelotudez que, eso sí, hace daño, mucho daño.
O como dice mi amigo Mempo Giardinelli, un ejemplo prístino de funcionarios con «mentalidad municipal».