Por Bernard Minier para Zona Crítica en elDiario.es
Veo un país dividido, hecho pedazos, sin brújula, incapaz de reformarse, de acometer cambios profundos, de hacer frente al futuro.
Por fin. Después de la votación, de la validación de la ley por parte del Constitucional y de la publicación del decreto de entrada en vigor en el Boletín Oficial, por fin voy a poder casar a mis personajes, a semejanza de los dos guapos jóvenes que han contraído matrimonio esta semana en Montpellier ante más de ciento cuarenta periodistas (incluidos periodistas de Al Yazira). ¡Y de más de doscientos policías!
Cuando en 2008 comencé a escribir Bajo el hielo, decidí que mi personaje femenino no sería un simple complemento de su colega masculino. Antes al contrario, la gendarme Irène Ziegler, lesbiana, motera, tenaz, fracotiradora, vestida de cuero de la cabeza a los pies, curtida tanto en el manejo de armas como en el pilotaje de helicópteros, conviviendo en pareja con la gerente de un club de strip-tease, no era tan solo un personaje subido de tono, sino también un símbolo. Yo creía que encarnaba la Francia del presente, una Francia que ya no tenía nada que ver con la de 1975, cuando Simone Weil recibía torrentes de odio y calumnias por haber despenalizado el aborto.
Como para confirmar esta intuición, poco tiempo después supe por boca de agentes de carne y hueso de la policía que en el seno de la policía francesa existía ni más ni menos que una asociación de gays y lesbianas, la FLAG! Y me alegré mucho. Era una prueba más de que, incluso en el seno de sus bastiones más conservadores, mi país había cambiado.
¡Ay! Hoy el matrimonio entre mi gendarme y su compañera eslovaca es posible al fin, pero el campo de batalla está sembrado de cadáveres, entre ellos el de mis ilusiones.
Lo que debiera haber sido una simple formalidad se ha transformado en una confrontación entre dos Francias irreconciliables, y ha puesto de manifiesto la existencia de corrientes resurgentes de pensamiento –en el sentido, a la vez, geográfico: «lo que después de un largo trayecto subterráneo aparece de nuevo en la superficie», y etimológico, de resurgere: «alzarse, recobrar la fuerza, el poderío»–, como si alguien hubiese levantado la puerta que cerraba el sótano largo tiempo olvidado de nuestra casa común, dejando escapar al aire libre unos miasmas emponzoñados: agresiones homófobas (tan poco frecuentes como violentas), manifestaciones en las que se mezclan católicos, nacionalistas, tradicionalistas, familias, niños y estudiantes; internet, transformado en válvula de escape antigay; un ideólogo de extrema derecha que se pega un tiro delante de 1.500 fieles dentro mismo de Notre-Dame para, según él, «sacudir las somnolencias» (gesto saludado por Marine Le Pen), etc.
Peor aún. En la actualidad, el 55% de los franceses está en contra del matrimonio gay, lo cual hizo decir a un representante de la Union pour un Mouvement Populaire (UMP) con aspiraciones al Gobierno: «Ustedes son la mayoría del país legal, pero existe otra mayoría: la del país real». Extrañas nociones estas de «país legal» y «país real», retomadas recientemente por numerosos representantes de la derecha, y sobre las que debemos detenernos un instante. Estas nociones renuevan a su modo la vieja oposición filosófica entre «legalidad» y «legitimidad».
Es legal aquello que es conforme a la ley de un país; es legítimo lo que es conforme al derecho positivo, es decir, a la moral, al derecho natural, a la ley divina. Queda por saber si esta noción de derecho natural, que supuestamente está por encima de las leyes escritas de los hombres, no está también ligada a una historia y si, como consecuencia, no debiera analizarse más detenidamente. Asimismo, al hablar de «país real», los detractores del matrimonio gay esgrimen que la mayoría del país está con ellos y, por lo tanto, la legitimidad también –si no la legalidad.
Pero ¿de qué legitimidad hablan? Todo el mundo sabe que los sondeos son tan volátiles como las canciones que escuchamos por la radio lo que dura un verano. Del mismo modo, la opinión pública es veleidosa, secunda las ideas de uno para encapricharse a continuación de las del contrario, cede a la seducción de un vendedor de remedios milagrosos (en estos tiempos algunos de nuestros políticos tienen verdaderamente toda la pinta de vendedores de coches), para acto seguido descubrir la vacuidad de su pensamiento político y la imposibilidad de su programa.
¿Cuándo se ha visto que un presidente o un jefe de Gobierno en peligro de naufragio en mitad de su mandato haya sido resucitado milagrosamente la víspera de las elecciones? ¿Que un sondeo confiera legitimidad? ¿En serio? ¿Pues qué clase de democracia sería esa? ¿La de una forma de anarquía, en la que la autoridad no vendría conferida por las urnas sino por los sondeos –de la noche a la mañana–, por los medios de comunicación y por las manifestaciones populares? ¿Una democracia tipo telerrealidad en la que la opinión pública decidiría quién se queda y quién se va? ¿De verdad es de eso de lo que habla la derecha? (Y al menos una parte de la izquierda, como Jean-Luc Mélenchon, por ejemplo, el muy impaciente jefe del Partido de Izquierda, quien apenas un año después de las elecciones y en relación con otros temas totalmente diferentes ya pone en entredicho la legitimidad de este Gobierno aduciendo que no cumple sus promesas, e invita más o menos abiertamente a derrocarlo y a fundar la VI República).
La política, como la escritura de novelas, es el arte de poner la mentira al servicio de una causa. En el caso de la segunda, la causa de la verdad (o más bien de las verdades, pues sabemos desde el Quijote que la verdad es múltiple), y en el caso de la primera, el bien público. Que los novelistas mienten, inventan, remedan, es algo de lo que nadie duda. Es su oficio. Que los políticos mienten, o que al menos hacen apaños con la verdad, tampoco es algo que nadie dude, ni es ninguna novedad. En cierta medida, mientras no vaya muy lejos la cosa, nos hacemos a ello. Pero que mientan ahora sobre el principio mismo sobre el que se asienta la democracia, la legitimidad que confieren las urnas, me parece mucho más inquietante para el futuro que nos aguarda.
Por otro lado, no voy a entrar en el debate nauseabundo que consiste en comparar los beneficios respectivos para los hijos de la familia considerada clásica y para los de la familia homoparental, un debate que en España debe de parecer del todo surrealista. ¿Pues no hay entre estas familias clásicas innumerables familias monoparentales, familias recompuestas, suegros, suegras…? Además, ¿cuántas parejas se despellejan ante la mirada de los hijos o los hacen rehenes de sus discrepancias?, ¿cuántos padres y madres neuróticos hay, cuánto maltrato, cuántos hogares en los que el desempleo y los hándicaps socio-culturales favorecen el absentismo y el fracaso escolares? (En pocas palabras: familias clásicas tóxicas para sus retoños. Relean a Flaubert, relean a Dickens, relean a Dostoievski…).
Puedo comprender la angustia de algunas personas ante los cambios de paradigma, de episteme, por emplear el término de Michel Foucault –filósofo y homosexual cuya palabra tanto se echa en falta en los tiempos que corren– que vivimos, de los que el matrimonio homosexual no es sino un epifenómeno. Pero yo creo que se equivocan de combate.
Como ha señalado Milan Kundera, «un novelista no es portavoz de nadie». Pero me encuentro en España y veo la estupefacción, la incomprensión de este pueblo muy católico en el pasado y ahora rabiosamente moderno (al menos en su mayoría), ante lo que se está urdiendo en Francia. Desde mi pequeña atalaya, antes de embarcar en el avión, observo mi país con la misma perplejidad que mis amigos españoles, que como todos sabemos tienen otras preocupaciones. Y veo un país dividido, hecho pedazos, sin brújula, incapaz de reformarse, de acometer cambios profundos, de hacer frente al futuro. Un país aterrado, paralizado por sus conservadurismos (tanto de derechas como de izquierdas), por sus miedos, por sus viejas manías. Ofreciendo al mundo y a sí mismo una imagen abrumadora, desesperante. ¿Es que se ha vuelto loco?