Los últimos tres siglos han expuesto ante nuestros ojos asombrados una cruda y perturbadora evidencia: la esencia de la vida –y muy especialmente de la vida humana- es el cambio incesante.
Hasta antes del siglo XVIII todavía podíamos ilusionarnos con la idea de permanencia, porque el “tempo” histórico era más lento (sucedían menos cosas en el mismo período de tiempo) y las vidas mucho más cortas, aún cuando en el subsuelo de la historia la producción de nuevas transformaciones siempre haya sido un proceso continuo. Constatar la fugacidad de todo, incluso
de aquellas obras humanas diseñadas para perdurar en el tiempo, “la insoportable levedad del ser”, es una experiencia en extremo traumática para estos anhelantes buscadores de absoluto que somos.
Los poderosos de todos los tiempos y de todos los colores siempre han apelado a esta profunda desazón de los pueblos frente al vértigo de una dinámica perpetua para tratar de fijar la rueda de la historia, puesto que los cambios profundos a menudo implican reacomodos del poder, inconvenientes para ellos. A veces tienen éxito durante largos períodos, como sucedió en la Edad Media europea cuando el mandato divino se imponía en todos los ámbitos –cósmico, científico, social- y los supuestos representantes de la divinidad se encargaban de cuidar que dicho orden se mantuviese inalterable. Ocurrió hace pocas décadas atrás, cuando el capitalismo neoliberal triunfante, después de la caída de la U.R.S.S., utilizaba a su escriba de turno Francis Fukuyama para decretar el fin de la historia.
Sin embargo, este congelamiento forzado y ficticio de la dinámica histórica siempre termina generando reacciones explosivas y una de ellas es la revolución. Sucede lo mismo que con las capas tectónicas y los terremotos o las erupciones volcánicas: esa energía acumulada subterráneamente termina explotando en una dirección inesperada. La constatación recurrente de este fenómeno sirve como fundamento empírico para aquel sabio principio del humanismo que dice: “ir contra la evolución de las cosas es ir contra uno mismo”. Es probable que si aquellos que administran el poder lo tuviesen en cuenta, disponiéndose entonces a avanzar en la dirección del fluir de los acontecimientos y no oponiéndose a ella como es su costumbre, los procesos sociales tenderían a resolverse de manera mucho más armónica y menos traumática para todos.
Pero los hechos no ocurren de ese modo en la política real, pues los bloqueos que utiliza el poder para impedir o minimizar los cambios terminan induciendo, tarde o temprano, una nueva respuesta revolucionaria. El gran problema con esos estallidos “socio-telúricos” está en su carácter catártico, de liberación de energía reprimida, porque se desconoce cuál es el rumbo que pueden tomar después esos procesos. De hecho, la Revolución Francesa que barrió con el orden medieval fue la que hizo posible el desarrollo del capitalismo burgués. A su vez, la revolución científica, que comenzó a gestarse allá en las postrimerías del Renacimiento, generó en Inglaterra las condiciones tecnológicas para transformar radicalmente los modos de producción, llevando al capitalismo ahora industrializado más allá de sus fronteras y modificando en forma irreversible nuestro estilo de vida.
Marx, demostrando una profunda sabiduría procesal, siempre consideró a la burguesía como una clase revolucionaria y en sus análisis planteaba la necesidad de montarse sobre el proceso que aquella había puesto en marcha para imprimirle una dirección hacia el socialismo, advirtiendo que el capitalismo industrial emergente había creado sus propios sepultureros, los trabajadores, quienes serían los instrumentos para avanzar hacia esa nueva forma de organización social. De manera que consideró a la revolución burguesa como el primer paso dialéctico de una serie de transformaciones sucesivas que habrían de terminar en la sociedad comunista: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales….todas las relaciones establecidas quedan rápidamente osificadas, y su rémora de prejuicios y de ideas veneradas a lo largo de los siglos quedan superadas: las nuevas se hacen viejas antes de que puedan osificarse. Todo lo sólido se derrite en el aire, todo lo sagrado se profana, y los hombres, finalmente, se ven forzados a considerar con firmeza sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas” (Manifiesto Comunista).
Es claro que Marx entendía a la revolución como un proceso continuo más que como un acontecimiento puntual y el hecho de que sus predicciones no hayan obtenido el éxito esperado puede deberse, en gran medida, al sesgo dogmático y totalitario asumido por sus seguidores una vez que accedieron al poder (el marxismo-leninismo), posición que anquilosó el proyecto y le entregó argumentos contundentes a sus adversarios.
Porque sucede que la genuina necesidad de darle dirección a los procesos revolucionarios ha tendido a justificar el surgimiento de vanguardias esclarecidas cuya misión era preservar (muchas veces por la fuerza) la fidelidad respecto del rumbo establecido. Pero esas minorías casi nunca han estado a la altura de su rol de conducción. La administración del proyecto socialista por parte de una burocracia estatal terminó tristemente en una pléyade de multimillonarios regados por el mundo, enriquecidos gracias a la apropiación de aquellas “empresas de los trabajadores” que tenían a su cargo, comprando equipos de fútbol y compitiendo en capacidad de despilfarro con los jeques árabes. Por su parte, el liberalismo clásico derivó hacia el neoliberalismo, dirigido por una tecnocracia completamente deshumanizada, para la cual el rico y complejo juego de las relaciones humanas se resuelve únicamente en base a variables matemáticas, despreciando los factores históricos que siempre están presentes en el fenómeno social.
Sin embargo, la historia no se ha detenido. Hoy las sociedades del planeta comienzan a revolucionarse otra vez enfrentando nuevos desafíos, de los cuales tal vez uno de los más complejos -considerando la experiencia histórica reciente- es que esos conjuntos ya no están dispuestos a recurrir a una elite para que los guíe. ¿Habrá llegado la hora del espontaneísmo revolucionario, como anhelaba Rosa Luxemburgo? Eso está por verse, porque se trata de un experimento social muy pocas veces intentado.
Lo que puede apreciarse en las distintas latitudes, quizás por primera vez en la historia, es que el todo social ahora está en situación de aumentar su poder real, sin la intermediación del Estado ni de minorías iluminadas: las burocracias y tecnocracias de antaño fracasaron y entonces han de ser reemplazadas por una “sociocracia”. Curiosamente, este término que parece tan nuevo ya fue acuñado antes como identificación por los movimientos sociales que surgieron en Chile hace alrededor de 90 años para exigir una asamblea constituyente y reemplazar la constitución liberal vigente en ese momento, demandando el ejercicio pleno de su soberanía. Si bien no tuvieron éxito porque fueron traicionados por las dirigencias, su ejemplo ha quedado grabado para siempre en la memoria histórica chilena y ese conflicto hoy reaparece frente a las próximas elecciones presidenciales, en la exigencia ciudadana para cambiar la constitución autoritaria heredada de la dictadura, a través de una asamblea constituyente.
El asunto que queda por resolver es la construcción de un acuerdo conjunto para establecer la dirección que tomará ese proceso y articular la convergencia social en torno a dicho objetivo común. Como la credibilidad de las dirigencias políticas ha sido fuertemente cuestionada, nadie está en condiciones de bajar consignas de modo que, como dice el historiador chileno Gabriel Salazar, las diversas agrupaciones de base deberán aprender a decidir por sí mismas, a través del ejercicio de una deliberación constante. Definitivamente, no existe un camino fácil para llegar a ser dueños de nuestro propio destino.