Las manifestaciones, iniciadas hace dos semanas -el día 3- en Sao Paulo en contra del aumento del pasaje de los ómnibus, trenes y metro, se han extendido por una veintena de ciudades.
Durante este lapso, las consignas y la compositiva de las marchas populares han cambiado substancialmente. En un principio los manifestantes rechazaban una subida de la tarifa del transporte público en 0,20 reales (0,10 centavos dólar estadounidense) y la protagonizaron jóvenes de los estratos más bajos de la sociedad y fueron marchas pacíficas. Un rumor (“boato”) desató la desesperación de los más necesitados: la Bolsa Familia (integra o Plano Brasil Sem Miséria (BSM), que los asiste en sus penurias, sería cancelada. Esto fue nafta para los fuegos iniciales.
Con el correr de los días, sobre todo al hacerse presente la prensa internacional que viajaba para cubrir el evento internacional de fútbol Copa de Confederaciones, se pudo advertir la presencia de jóvenes de clase media quienes desplegaron una inusitada violencia y consignas recurrentes como la corrupción (tema con el que la revista Veia intentó derrocar a Lula Da Silva apenas asumió). El pedido de mayor inversión en educación y salud, siempre vigente porque nunca es demasiado, parece al menos extemporáneo ante un gobierno que los ha aumentado considerablemente. Así variaron las consignas principales.
Estos reclamos estuvieron presentes ayer lunes cuando -según medios de prensa brasileños opositores- cerca de 200 mil personas se manifestaron con violencia y saqueos en unas 20 ciudades. Por cierto, las imágenes que veíamos en los medios de comunicación mostraban una organización completamente distinta a la espontaneidad que mostraron las primeras y una intencionalidad política abiertamente antigubernamental y antidemocrática.
En Brasilia, por ejemplo, intentaron ingresar por la fuerza al Congreso Federal, gritando consignas en contra de los parlamentarios y del Gobierno por el gasto público, consignas de la derecha de siempre y en todas las latitudes.
En Río de Janeiro salieron a las calles unos 15 mil jóvenes de los cuales un grupo protagonizó destrozos en las afueras de la Asamblea Legislativa, quemó automóviles y una agencia bancaria.
Es obvio que los ciudadanos en cualquier país del mundo tienen derecho a la protesta, a la propuesta y a la manifestación como un medio de llegar a las autoridades para cambiar positivamente una medida que los afecta, pero la violencia es un ingrediente innecesario y que generalmente produce un efecto inverso al buscado.
Hay que destacar entonces una serie de hechos coincidentes: participación de jóvenes de clase media, organización para la violencia, aprovechamiento de la presencia in situ de la prensa mundial y hasta movimientos financieros que afectaron a la bolsa durante días. En total, un panorama propicio para desprestigiar.
“Terrorismo informativo” calificó la presidenta de Brasil a estos hechos. Coincidimos: la exageración es una clara maniobra de los monopolios mediáticos internacionales que también distorsionan los hechos y crean problemas en Venezuela, Ecuador, Bolivia…
Lo ocurrido en Brasil debería quedar en el ámbito donde debe ser resuelto: el interior de ese país hermano. Pero cuando este tipo de hechos y otros similares aparecen en diferentes lugares que tienen en común gobiernos progresistas interesados en la unión sudamericana, el tema trasciende fronteras. El carácter desestabilizador de estos eventos tiene su correlato internacional en que los sectores de derecha y la ultra izquierda de varios países latinoamericanos, con los medios hegemónicos -siempre juntos contra el pueblo- alentaron manifestaciones internacionales para etiquetar negativamente al gobierno de Dilma V. Rousseff.