Por Pablo Mendez Shiff
Los nacidos en democracia, que representamos el 30% del padrón que votará en las próximas elecciones, no tenemos dimensión de lo que significó la dictadura en la vida cotidiana. Comparar aquellos años con los actuales nos permitirá comprender los avances que hemos dado como sociedad en estos 30 años de democracia, en tiempos en que los términos son banalizados.
La muerte del dictador Jorge Rafael Videla conmovió profundamente a la sociedad argentina; obligó a hacer un nuevo balance sobre los años de plomo que azotaron al país durante la última dictadura cívico-militar que él comandó entre 1976 y 1981. Dirigentes políticos de todos los sectores, representantes de organismos de derechos humanos, sobrevivientes, argentinos que debieron exiliarse, nietos recuperados, repudiaron su figura y hablaron sobre lo que representó su gobierno.
Los análisis y comentarios se extendieron por todos los portales de noticias y, claro, las redes sociales. En Twitter fue notable, por ejemplo, la participación que tuvo la defensora de represores Cecilia Pando. La activista, que fue la primera en confirmar e fallecimiento de Videla, manifestó su pesar y comparó a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner con el ex presidente de facto. En un curioso giro de su discurso, dijo estar en contra de toda dictadura y le pidió a la actual mandataria que “deje de imitar a Videla” (sic).
La mayoría de los usuarios de Twitter no tardó en responderle a Pando, quien además reavivó la teoría de los dos demonios e insultó a la periodista Miriam Lewin. El repudio fue casi unánime y ninguno de los que se expresaron tuvo miedo de hacerlo. Todos sabían que no les podía pasar nada por expresar su opinión en la esfera pública. Cuando me percaté de eso, pensé que era un buen ejemplo para comparar aquellos años con los tiempos que corren. Aquellos que nacimos en democracia y configuramos el 30% del padrón que votará en las próximas elecciones conocemos el horror de la dictadura por la documentación y los testimonios que hemos leído. Podemos hablar con soltura del horror y pedir justicia por los crímenes de lesa humanidad, pero muchas veces no tenemos la noción concreta, real, palpable, de lo que era vivir bajo el reino del terror absoluto.
Cuando gobernaban Videla y sus secuaces de la Junta Militar, aquellos que se oponían al régimen eran perseguidos, en algunos casos secuestrados y asesinados, en otros detenidos y en todos, absolutamente todos, eran condenados a pasar sus días con miedo. José Pablo Feinmann cuenta, por ejemplo, que desarrolló una dura enfermedad producto del pánico que sentía, del terror de pensar que un grupo de tareas iba a entrar a su casa, a la que cerraba con siete llaves. Eso era la dictadura: vivir con miedo permanente y no saber qué te podía llegar pasar a vos, a tus seres queridos, a tus conocidos, a tus vecinos. No había reglas y no se podía recurrir a ninguna institución: el Congreso estaba cerrado, los miembros del Poder Judicial habían tenido que firmar bajo el Estatuto del Proceso que anulaba la Constitución Nacional. Hubo pocos héroes, como los abogados que presentaron recursos de hábeas corpus y los jueces que los aceptaron, pero los organismos de derechos humanos debieron mayormente recurrir a la presión internacional para visibilizar lo que la dictadura se obstinaba en esconder.
La desaparición forzada de personas fue el mecanismo más vil empleado por los dictadores, algo que se conoce como la peculiaridad argentina. Los opositores no fueron solamente detenidos de manera ilegal, secuestrados, torturados y asesinados, sino que sus cuerpos fueron desaparecidos del mapa: los borraron de un plumazo como si nunca hubieran existido. Esta brutalidad impactó en las familias de cada una de esas personas: los esperaron, siguieron falsas pistas sobre sus paraderos, no pudieron velarlos. La mayoría de los familiares no pudo ver el cuerpo de sus seres queridos, no tiene tumbas a las que ir a llorarlos. No pudieron duelarlos de acuerdo a los parámetros civilizatorios que comparte la humanidad.
Un aspecto importante de la última dictadura es el que tiene que ver con la vida cotidiana, algo que los jóvenes de hoy no sabemos apreciar de manera suficiente, algo que no alcanzamos a ver con la fuerza y la potencia que merece. En aquellos años, los varones no podían usar el pelo largo, mucho menos aritos, las mujeres tenían que vestirse de manera “recatada”. Nadie se sentía seguro para ¡hablar! de política por temor a lo que le pudiera pasar. Había que salir sí o sí con el documento en el bolsillo y estar preparado para que en cualquier lugar –en el colectivo, en la universidad, en el tren, en la calle- las fuerzas de seguridad pudieran hacer una requisa, sin más motivos que la voluntad de sus agentes. Las parejas no se podían besar en las calles ni en las plazas. A los detenidos de la colectividad judía les hacían repetir consignas nazis. Los gays y las lesbianas debían vivir puertas para adentro, sin visibilizar ni sus preferencias sexuales ni exteriorizar muestras de cariño.
En la democracia contemporánea subsisten problemas, por supuesto. Se conocen casos de gatillo fácil, de discriminación por orientación sexual, de represión a pueblos originarios, etcétera. Pero la diferencia radica en que, ante cualquier atropello que podamos sufrir, los ciudadanos tenemos instituciones a las que acudir. El Congreso está abierto, la Justicia funciona libremente, hay medios de comunicación con diferentes líneas ideológicas. Además, la sociedad civil es muy activa y tiene muchas organizaciones que defienden a diferentes grupos postergados. En definitiva, el poder público no está concentrado y eso significa, en los hechos, que nadie puede hacer lo que se le antoje con nosotros. Este andamiaje institucional repercutió obviamente en la sociedad argentina, que hoy es mucho más abierta y democrática que en 1976.
La confianza en las instituciones democráticas, sin embargo, no es un fenómeno que se haya producido de manera instantánea y permanente. Después de las promesas iniciales de Raúl Alfonsín y la importancia histórica del Juicio a las Juntas, llegó su claudicación cuando impulsó la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Más tarde fue el turno de Carlos Menem y su indulto a los jerarcas, que eran los únicos que seguían en la cárcel. El efímero gobierno de Fernando de la Rúa no hizo nada por terminar con la impunidad y hasta se negó a que algunos acusados fueran extraditados a España, donde el juez Baltasar Garzón tramitaba causas judiciales. En su breve interinato, Eduardo Duhalde quiso dar vuelta la página, como si nada hubiera pasado.
Y tuvo que llegar Néstor Kirchner para demostrar que la Justicia era posible; es más, para demostrar que la condena a los crímenes de la dictadura era una condición necesaria para la consolidación de la legitimidad democrática. No solamente recogió las demandas históricas de los organismos y consiguió que se deroguen las leyes de impunidad, sino que además demostró, en todo momento, que no iba a dar marcha atrás en el tema. En un país que estaba devastado tras la crisis de 2001 y en el que nadie creía en nadie, mucho menos en la dirigencia política, vino un presidente que cumplió con su palabra. Yo tenía 15 años cuando Néstor bajó los cuadros de Videla y Bignone del Colegio Militar. Lloré en ese momento y vuelvo a llorar cada vez que miro ese video. Si alguien quiere analizar por qué tantos jóvenes se sienten identificados con el kirchnerismo, no tienen más que remontarse a aquel momento inicial de reparación. Fue un momento, un instante en el que muchos sentimos que había motivos para creer en ese hombre que venía del Sur y que ponía sobre la mesa algo que muchos querían olvidar.
Desde los sectores progresistas, celebraron la valentía de Kirchner y desde los sectores más conservadores lo acusaron de oportunista y vengativo. En ese sentido se inscriben las primeras críticas que recibió su gobierno, tanto del diario La Nación como de gobernadores del PJ y de Mirtha Legrand, con su famoso “Se viene el zurdaje”.
El ciclo kirchnerista vino a cicatrizar las heridas de la única manera en que se puede hacer, con Justicia. Sin ella, no hay posibilidad alguna de avance en materia democrática. Me parece importante que nosotros, los que nacimos en democracia, hagamos el esfuerzo de reconocer lo logrado y de dimensionar lo que era vivir en una dictadura salvaje. Me parece importante que pensemos en las cosas que hacemos ahora, desde las más frívolas a las más serias, y tratemos de ver si las podíamos hacer en ese entonces. Ese es el mejor ejercicio de reflexión y memoria que podemos hacer para construir una ciudadanía democrática, sobre todo en tiempos en que dirigentes irresponsables como Elisa Carrió dicen que estamos viviendo en una “dictadura avasalladora” de la que sólo puede defendernos el Grupo Clarín.