A Silvia Ontivero
No lamento su muerte. Lamento su vida. Que significa muerte, desaparición forzada de personas, robo de niños, destrucción de ciudadanía, aniquilación del aparato productivo, monopolización y privatización de bienes y servicios públicos, censura, terror estatal, genuflexión ante los capitalistas de afuera y, sobre todo, de adentro. Lamento esa vida dedicada a proteger a los privilegiados y someter a los desesperados.
Si Auschwitz fue la cúspide técnica al servicio del mal absoluto, la vida de este hombre gris es más importante, mucho más importante que su muerte. Que haya fallecido sentado en el inodoro o en la ducha es, en todo caso, anecdótico o, si usted prefiere, alegórico, porque ni el cielo ni el infierno, si es que existen como sitios o destinos posmortem, tendrán el beneplácito de recibir a este ser humano (sí, tal vez haya sido la peor cara de la condición humana, pero sería absurdo negar que fue un hombre de su tiempo. Aunque duela). Como descreo de esas imaginerías tranquilizantes ocupo estas líneas para mirarnos en esa foto de la perversión que gritaba los goles nacionales en el 78, en el apretón de manos con Bartolomé Mitre (h) y Ernestina Herrera de Noble mientras se apropiaban de Papel Prensa en la sala de torturas o en su maléfica definición de esa categoría infame: los desaparecidos.
Quizá la vida y la obra del finado, y sus socios civiles y eclesiásticos, sea una de las pruebas más contundentes de la inexistencia de cualquier deidad. Queda claro que, en todo caso, dios no es argentino, pero como dijo José Saramago a propósito del 11-S: «Dios es inocente. Inocente como algo que no existe» («El factor Dios», Diario «El País», 18 de setiembre de 2001). Entonces, la sociedad nuestra debía hacerse cargo de haber permitido y, en algunos casos, colaborado y festejado a estas lacras. Y lo hizo. De la mano y por impulso de Madres y Abuelas primero, de familiares y compañeros luego. Por la voluntad política de un pingüino lúcido y valiente. Conviene recordar que el mismísimo JRV galardonó a Néstor y a Cristina con esta definición: «Los Kirchner fueron lo peor que nos pasó».
Mientras tanto, con paciencia infinita, sigo esperando las sabias y piadosas palabras del sucesor de Pedro, el muy argentino y cuervo señor del Vaticano. Como sigo esperando que dejen de proteger a un condenado a perpetua por genocidio, Christian von Wernich.
Mientras tanto, con paciencia finita, leo a los grandes diarios nacionales y sus sucursales de pago chico redactar las necrológicas del tipo como si no hubiesen sido sus cómplices mediáticos, como si no se hubiesen beneficiado hasta la obscenidad con sus negociados infames. Ellos, que hoy declaman pureza moral e independencia y reclaman por la corrupción estructural argentina. La corrupción, esa excusa esgrimida por cada golpe de Estado, desde 1930 hasta el 1976, en todos. Un ejemplo, sólo uno, para ilustrar esta obra maestra de la hipocresía. El mendocino diario «Los Andes», en la bajada de su nota, al día siguiente del deceso publicó, textualmente: «Impuso un salvaje sistema económico», como si el artículo nos trasladara a Mauritania o Singapur, al siglo XIX o ellos recién se hubiesen enterado de la cuestión buscando en Google.
Ayer, como hoy, los maestros del miedo, los embaucadores, los asaltantes del Estado de Derecho para instalar el Estado de Derecha, siempre listos para sembrar las semillas de hongos venenosos que nos intoxiquen y nos dejen fuera de combate.
El símbolo armado de la Sociedad Rural y los grupos concentrados de la palabra y la imagen tendrá su tumba, su lugar en el mundo. Y los cachorros de chacal podrán ir a llorarlo, si es que.