Por Esther Vivas
¿Qué comemos? ¿De dónde viene, cómo se ha elaborado y qué precio pagamos por aquello que compramos? Son preguntas que cada vez se formulan más consumidores. En un mundo globalizado, donde la distancia entre campesino y consumidor se ha alargado hasta tal punto en qué ambos prácticamente no tienen ninguna incidencia en la cadena agroalimentaria, saber qué nos llevamos a la boca importa de nuevo, y mucho.
Así lo ponen de manifiesto las experiencias de grupos y cooperativas de consumo agroecológico que en los últimos años han proliferado por doquier en todo el Estado español. Se trata de devolver la capacidad de decidir sobre la producción, la distribución y el consumo de alimentos a los principales actores que participan en dicho proceso, al campesinado y a los consumidores. Lo que en otras palabras se llama: la soberanía alimentaria. Que significa, como la misma palabra indica, ser soberano, tener la capacidad de decidir, en lo que respecta a nuestra alimentación (Desmarais, 2007).
Algo que puede parecer muy sencillo, pero que en realidad no lo es. Ya que hoy el sistema agrícola y alimentario está monopolizado por un puñado de empresas de la industria agroalimentaria y de la distribución que imponen sus intereses particulares, de hacer negocio con la comida, a los derechos campesinos y a las necesidades alimentarias de las personas. Sólo así se explica tanta comida y tanta gente sin comer. La producción de alimentos desde los años 60 hasta la actualidad se ha multiplicado por tres, mientras que la población mundial, desde entonces, tan solo se ha duplicado (GRAIN, 2008), pero, aún así, casi 900 millones de personas, según la FAO, pasan hambre. Está claro que algo no funciona.
Algunas características
Los grupos y las cooperativas de consumo plantean un modelo de agricultura y alimentación antagónico al dominante. Su objetivo: acortar la distancia entre producción y consumo, eliminar intermediarios y establecer unas relaciones de confianza y solidaridad entre ambos extremos de la cadena, entre el campo y la ciudad; apoyar una agricultura campesina y de proximidad que cuida de nuestra tierra y que defiende un mundo rural vivo con el propósito de poder vivir dignamente del campo; y promover una agricultura ecológica y de temporada, que respete y tenga en cuenta los ciclos de la tierra. Asimismo, en las ciudades, estas experiencias permiten fortalecer el tejido local, generar conocimiento mutuo y promover iniciativas basadas en al autogestión y la autoorganización.
De hecho, la mayor parte de los grupos de consumo se encuentran en los núcleos urbanos, donde la distancia y la dificultad para contactar directamente con los productores es más grande, y, de este modo, personas de un barrio o una localidad se juntan para llevar a cabo «otro consumo». Existen, asimismo, varios modelos: aquellos en que el productor sirve semanalmente una cesta, cerrada, con frutas y verduras o aquellos en que el consumidor puede elegir qué alimentos de temporada quiere consumir de una lista de productos que ofrece el campesino o campesinos con quien trabaja. También, a nivel legal, encontramos mayoritariamente grupos dados de alta como asociación y unos pocos, de experiencias más consolidadas y con larga trayectoria, con formato de sociedad cooperativa (Vivas, 2010).
Un poco de historia
Los primeros grupos surgieron, en el Estado español, a finales de los años 80 y principios de los 90, mayoritariamente, en Andalucía y Catalunya, aunque también encontramos algunos en Euskal Herria y el País Valencià, entre otros. Una segunda oleada se produjo en los años 2000, cuando éstas experimentaron un crecimiento muy importante allá donde ya existían y aparecieron por primera vez donde no tenían presencia. A día de hoy, estas iniciativas se han consolidado y multiplicado de manera muy significativa, en un proceso difícil de cuantificar debido a su propio carácter.
El auge de estas experiencias responde, desde mi punto de vista, a dos cuestiones centrales. Por un lado, a una creciente preocupación social acerca de qué comemos, frente a la proliferación de escándalos alimentarios, desde hace algunos años, como las vacas locas, los pollos con dioxinas, la gripe porcina, la e-coli, etc. Comer, y comer bien, importa de nuevo. Y, por otro lado, a la necesidad de muchos activistas sociales de buscar alternativas en lo cotidiano, más allá de movilizarse contra la globalización neoliberal y sus artífices. De aquí, que justo después de la emergencia del movimiento antiglobalización y antiguerra, a principios de los años 2000, una parte significativa de las personas que participaron activamente en estos espacios impulsaran o entraran a formar parte de grupos de consumo agroecológico, redes de intercambio, medios de comunicación alternativos, etc.
Comer bien versus cambio político
De este modo, observamos dos sensibilidades que integran a menudo dichas experiencias. Una que apuesta, en términos generales, por «comer bien», dando un mayor peso a cuestiones relacionadas con la salud y otra que, a pesar de tener en cuenta estos elementos, enfatiza más el carácter transformador y político de estas iniciativas. He aquí el reto de los grupos y las cooperativas de consumo, reivindicar una alimentación sana y saludable para todo el mundo. Lo que implica no perder de vista la perspectiva política de cambio.
Si queremos una agricultura sin pesticidas ni transgénicos es necesario empezar por exigir la prohibición de los cultivos transgénicos en el Estado español, puerta de entrada, y paraíso, de los Organismos Genéticamente Modificados en toda Europa. Si queremos una agricultura de proximidad, que no contamine el medio ambiente, con alimentos que recorren miles de kilómetros de distancia (Amigos de la Tierra, 2012), es imprescindible una reforma agraria y un banco público de tierras, que en vez de especular con el territorio lo haga accesible a quienes quieren vivir de trabajar la tierra. En definitiva, o cambiamos radicalmente este sistema o «comer bien» se convertirá en un privilegio sólo accesible para quienes se lo puedan permitir.
Los grupos de consumo son sólo un primer paso para avanzar hacia «otra agricultura y otra alimentación», pero deben ir más allá y cuestionar el sistema político y económico que sustenta el actual modelo agroalimentario. La comida, como la vivienda, la sanidad, la educación…, no se vende, se defiende.
Referencias bibliográficas
Amigos de la Tierra (2012) Alimentos kilométricos en:http://issuu.com/amigos_de_la_tierra_esp/docs/informe_alimentoskm
Desmarais, A. (2007) La Vía Campesina. La globalización y el poder del campesinado. Madrid. Editorial Popular.
GRAIN (2008) El negocio de matar de hambre en: http://www.grain.org/articles/?id=40
Vivas, E. (2010) «Consumo agroecológico, una opción políticas” en Viento Sur, nº 108, pp. 54-63.
[*Artículo publicado en la revista Ae Agricultura y Ganadería Ecológica de la Sociedad Española de Agricultura Ecológica, nº11, primavera 2013 – +info: http://esthervivas.com].