Una pregunta desde el futuro, desde Nueva York, donde el capitalismo es ya un estado mental, ¿somos conscientes aquí de que la pelea es en primer lugar cultural, antropológica, de formas de vida?
Me encuentro con A. y V. cerca de Union Square en Nueva York. Ambos llevan ya unos cuantos años viviendo en Estados Unidos. Trabajan precariamente como profesores adjuntos en una universidad prestigiosa. Llegan tarde a la cita y me cuentan que les entretuvieron los alumnos con preguntas. Yo: Ah, qué bien, ¿no? Alumnos interesados. Ellos: Bueno… Uno nunca acaba de saber muy bien a qué responde exactamente su interés. Me cuentan que el vínculo profesor-alumno es un tanto singular en las universidades privadas donde el alumno ha pagado mucho dinero o se ha endeudado enormemente para acceder a los estudios (50.000, 60.000 dólares). La relación de autoridad se invierte completamente: son los alumnos los que evalúan al profesor y exigen de él un tipo de saber muy específico, mensurable, empaquetado, práctico. Nada de incertidumbre, nada de complejidad, nada de experimentación, nada de pensamiento, pues. La relación cliente-servicio sustituye a la relación profesor-alumno introduciendo una seria distorsión en la transmisión del saber y la conformación del aula.
Pero lo que ocurre en la educación no es algo aislado, prosiguen mis amigos mientras compensamos las malas noticias devorando pizza en el mítico John’s Pizza. La privatización es generalizada: salud, transporte, etc. Sin derechos universales garantizados, la vida se vuelve muy cara (todo el mundo está endeudado) y hay que estar trabajando y autovalorizándose todo el tiempo (en Manhattan los bares están siempre llenos de gente con el portátil). Vida es igual a trabajo y en el trabajo hay que poner la vida entera. La carrera profesional es lo primero, mucho antes que la familia o los amigos. Configuración neoliberal de lo humano: el yo se percibe como una empresa y una marca, el mundo como un conjunto de oportunidades que rentabilizar, los otros son instrumentos desechables u obstáculos en el camino y el peor estigma es ser considerado un loser (perderdor). Ahora entiendo a aquel amigo norteamericano de paso por Madrid que me dejó estupefacto al despedirse de mí diciendo: “pero qué suerte tenéis viviendo aquí, ¡no hay capitalismo!”
Se dice que cuando en Nueva York son las tres de la tarde, en Europa son las nueve pero diez años antes. La gestión neoliberal de la crisis pretende ahora recortar brutalmente esa diferencia horaria. Desde el futuro, A. me pregunta: ¿crees que en España la gente es consciente de que la pelea es en primer lugar cultural, antropológica, de formas de vida (es decir, una pelea por otra relación con los demás, con el mundo, con nosotros mismos)? Se me atraganta la pizza, vacilo, mascullo algo y me quedo pensando.
Pienso en las mareas, defendiendo el derecho de todos, ricos o pobres, a la educación, el cuidado o el agua. En la gente que se planta enfrente de la casa de un desconocido para impedir que sea desahuciado, practicando un concepto expandido de la buena vecindad. En las pocas posibilidades de salir adelante que tendría ahora mismo un proyecto político que culpase de la crisis a los inmigrantes. En medio del desastre, se ha activado un tejido de solidaridad que conjuga elementos arraigados profunda y trasversalmente en la mentalidad social (el valor de los vínculos no instrumentales o de la sanidad pública, por ejemplo) o incorporados por los nuevos movimientos como el 15-M, las mareas o la PAH (la política de la inclusividad, el relato sobre la naturaleza de la crisis, etc.). Estamos aprendiendo a decir nosotros: es el 99% contra el sálvese quien pueda neoliberal.
Es verdad: la transformación más intensa e importante (base de las demás) es cultural, antropológica, de formas de vida. Es la (re)creación de lo común frente a la guerra de todos contra todos inscrita en la filosofía práctica que hace de cada uno de nosotros una partícula elemental guiada exclusivamente por el cálculo estratégico en favor de su propio interés. Sin esa transformación, sólo puede darse lo que el teórico marxista Antonio Gramsci llamaba “revolución pasiva”: un cambio por lo alto, sin implicación de la gente común y cualquiera. Algo que no puede ir muy lejos, porque no hay cambios macro sin cambios micro, no hay otra política ni otra economía posible sin otra subjetividad. El capitalismo dura porque es un estado mental.
Y sin embargo, no supe qué contestarle a A. ¿Crees que la gente es consciente de que la pelea se juega en primer lugar en el terreno de las formas de vida? A veces, entre el pimpampún cotidiano contra los políticos (demasiado fácil) o las diferentes propuestas de asaltar/tomar el poder por lo alto y sin la gente, me entra la duda de si estamos siendo capaces de nombrar, valorar y comunicar el cambio más poderoso, más desafiante y que ya está en marcha. La transformación silenciosa (pero no necesariamente invisible) de las maneras de verse uno mismo, de relacionarse con los demás, de hacer las cosas y de estar en el mundo.
Amador Fernández-Savater acaba de publicar Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y transformación