«Ayer soñé con los hambrientos, los locos…» Charly García.
Me adelanto a las críticas que espero recibir por este textículo. Que no se debe generalizar, que no es políticamente útil regalarle la clase media a la derecha, que lo mío también es odio de clases. Entre otras. Pero, para ser bien preciso, les digo que sí, que tienen razón y más.
La ciudad de Buenos Aires, amada, húmeda, discriminadora, lujuriosa a veces, culta y culturosa, oscura y luminosa, sucia y perfumada, siniestra y libertaria, en fin, nuestra, tuvo un revival al mejor estilo 76-83. Su policía atropelló a periodistas, legisladores, trabajadores e internos del Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial «José Tiburcio Borda». Aunque fue fundado el 11 de noviembre de 1865, se denomina así desde 1957 en honor de quien fuera el titular de la Cátedra de Psiquiatría de la Universidad de Buenos Aires. La represión (ni incidente ni enfrentamiento, como titulan los medios dominantes) tiene antecedentes. La intención del cuerpo de élite de cuarta que dirige los destinos de la ciudad es construir en ese predio un fabuloso emprendimiento inmobiliario, solapado bajo la excusa de trasladar allí las oficinas gubernamentales capitalinas.
Lo que mostraron las imágenes de la televisión me exime de explicaciones, así que vayamos al grano. Los antecedentes son casi un manual del olvido. Al menos para buena parte de sus habitantes (estuve tentado de escribir ciudadanos, pero me contuve, por suerte). En diciembre de 2010, represión y xenofobia en el Parque Indoamericano; los tarifazos en el servicio de subterráneos; el desalojo violento de la Sala Alberdi del Teatro San Martín; las palizas y humillaciones a personas en situación de calle, incluidas embarazadas y menores, son sólo ejemplos aislados de un formateo cultural y político de los gerentes de turno.
Es que los locos no votan, los jóvenes parece que «no mueven la aguja» (al menos eso creen ellos), los artistas son una minoría que, en algunos casos, tiene precio (y barato, para colmo) y, ya se sabe, los paraguayos, peruanos, bolivianos y chilenos tampoco votan.
Viven allí seres que amo. Mi hermano mayor y su familia, amigos y amigas eternos y admirados escritores y escritoras, colegas ejemplares. Bajo ese paraguas me animo a decir que los porteños, en general, no utilizan los servicios de la salud ni la educación públicas, y que, si bien viajan esporádicamente en subterráneo, pueden prescindir de él sin mengua de sus bolsillos. En resumen, la Capital de la República Argentina no es una ciudad para pobres y, como quedó demostrado en las últimas elecciones, al 60% de sus electores no les importan esos pobres.
Alguna vez conté este episodio. Me sucedió hace más de 5 años. Y si lo reitero hoy es porque creo que el personaje del bochorno que voy a recordar es un paradigma de lo ocurrido esta semana. Bajábamos por las escaleras de una estación de la Línea B del subte porteño. Mi hijo apresuró el paso para comprar los boletos correspondientes. En el descanso yacía un desecho humano, un prójimo abandonado por la vida, en harapos, pidiendo limosna, entre lamentos y a viva voz. A mi lado pasó un señor de más de 50 años, gordo, semicalvo, casi rubio, caucásico, de maletín negro y camisa blanca, en fin, un típico comerciante, un homo mercantilis que, imaginé, tendría casa de fin de semana en un barrio privado en las afueras de la urbe, temeroso de la pérdida de virginidad de su niña adolescente, cliente de algún prostíbulo de categoría, devoto creyente de cualquier monoteísmo, turista anual en alguna playa del Caribe y otros estereotipos varios. Al pasar al lado del yacente le preguntó, con sorna y esa capacidad tan auténtica que tienen los burgueses pequeños pequeños para creerse superiores y parecer chistosos, si tenía vuelto de 100 pesos. Y siguió su marcha, satisfecho por su ingeniosa manera de creerse más. A ese porteño no le importa que le rompan la cabeza a un enfermo psiquiátrico. Es más, mientras come sushi en Puerto Madero y ostenta su tarjeta de crédito vip, festeja.
Ese porteño es el que le da de comer al chancho.
Si, como dice Cristina, el amor vence al odio, déjenme decirlo sin eufemismos. Los odio amorosamente.