No lo estoy diciendo por razones ideológicas… No pretendo hacer un discurso ideológico… Las ideologías han muerto…” Precisiones y declaraciones como estas son cada vez más frecuentes y son aceptadas y valoradas como señal de modernidad y de distancia respecto de una mentalidad ya vieja, nostálgica y superada.
No se puede comprender este rechazo a las ideologías sin ubicarlo en un contexto histórico preciso: con la caída de la Unión Soviética se perdió un modelo que, pese a sus graves defectos – desde el autoritarismo a la falta de libertad – representaba la alternativa al capitalismo. Esta caída se produjo como resultado de las contradicciones internas de un sistema cerrado, pero los sostenedores del mercado libre se apuraron en presentarlo como un triunfo de su visión del mundo. A esta primera falsificación se agregó otra: la proclamación del fin no solamente del comunismo, la ideología en la que se basaba el modelo soviético, sino de todas las ideologías. Sin embargo el liberalismo es también una ideología – disfrazada y fundada sobre el culto al dinero y a las ganancias a como de lugar.
Para sostener todas estas manipulaciones se lanzó una campaña permanente de demonización y degradación: las ideologías son nocivas, rígidas e intolerantes y en su nombre se han cometido atrocidades y persecuciones terribles. Ea necesario superar esta forma ya vieja y reemplazarla por una actitud pragmática, más flexible y capaz de adaptarse a un mundo en continuo y rápido cambio.
Sin duda que en nombre de muchas ideologías se han cometido y justificado violencias tremendas, pero también es verdad que la ideología en sí misma no implica automáticamente estas nefastas consecuencias: si la consideramos una visión del mundo, un conjunto de principios, ideales y valores, una imagen de futuro que alcanzar, una dirección que ayuda a encontrar una coherencia entre los pensamientos, sentimientos y acciones, entonces se transforma en una gran fuerza, que puede alimentar y sostener las mejores aspiraciones del ser humano. Cierto, puede también llevar a destrucciones y atrocidades, pero esto no depende tanto de su naturaleza general, sino de los contenidos y de la metodología de cada ideología en particular. Vale en este caso el viejo y simple ejemplo del cuchillo: se lo puede usar para matar o para cortar el pan. El cuchillo en sí mismo no es ni bueno ni malo: es un instrumento al servicio de las intenciones humanas, así como puede serlo una ideología.
Sin una dirección clara y valores profundos que orienten la acción, triunfa el tan cacareado pragmatismo. Y ello lleva inevitablemente a buscar el éxito fácil, tomando desvíos, evitando las verdades incómodas e impopulares, en otras palabras, a actuar de modo contradictorio, cambiando de posición según hacia donde sopla el viento.
Es necesario entonces recuperar el verdadero significado del término ideología, vaciado y envenenado por tanta degradación y tomar una opción entre la coherencia más allá de los resultados inmediatos, en nombre de lo que no existe todavía, pero que se puede lograr, o bien las acciones a corto plazo dictadas por la relación de fuerzas y por las conveniencias del presente.