Me han pedido un punto de vista sobre la abdicación del monarca de un minúsculo estado teocrático. Estado que, por lo demás, sólo alberga en su territorio a una casta clerical y a su correspondiente burocracia y servidumbre.
Cuando alguien requiere mi punto de vista, sabe que la posición de la cual pretende partir mi mirada es una postura humanista. Ahora me pregunto: ¿Qué interés tendría para un humanista opinar sobre el cambio de cúpula en una corriente tan profundamente antihumanista como la de la iglesia católica?
¿Acaso éste o cualquier otro Benedicto hubiera dejado de perseguir, difamar, condenar, torturar, excluir y finalmente incinerar a verdaderos héroes del espíritu como Giordano Bruno y tantos otros? ¿Acaso éste o cualquier otro Benedicto, Clemente, Pío, Bonifacio, Juan o Pablo permitirían que se difundan, amplíen, discutan, profundicen, estudien y afirmen doctrinas contrarias a la alucinada interpretación que hacen del mundo, del hombre, de la creación, del sentido de la vida y de tantas otras cuestiones en las que afirman sus terminantes veredictos?
¿Qué significación podría tener opinar sobre posibles cambios cosméticos dirigenciales si es que es una visión del mundo la que, afortunadamente y aunque no lo parezca, está retrocediendo contundentemente? Baste para ello mirar lo que se muestra en la creación de vida artificial, la manipulación genética, en los avances indetenibles en la condición postergada de la mujer, en la multiplicación de modos en los que los seres humanos se relacionan afectivamente, en los nuevos derechos que se van consolidando, en la pérdida de prebendas eclesiásticas, en la ampliación del conocimiento, en la diversificación de modalidades espirituales y tantos otros indicadores.
¿Quién podrá creer que una iglesia que aún pretende el dominio universal de su creencia, que aún se encuentra en guerra milenaria con otras confesiones que igualmente acuden a una única entidad en sus plegarias, que aún disputa ferozmente espacios de preeminencia con enemigos pertenecientes al credo cristiano, podría ser transformada esencialmente por un personaje “renovador”?
¿Qué clase de renovación podría esperarse de la elección de un cuerpo de ciento dieciocho gerontes (apenas tres de ellos tienen menos de sesenta años), mayoritariamente eurocéntricos, sin ninguna legitimación democrática y donde no tiene cabida ninguna persona de género femenino?
¿Qué podría llevarme a la ingenuidad de prestar importancia al fuego mediático de una sucesión de fanáticos, que desde un comienzo de imposición imperial no hicieron otra cosa que culpar al ser humano de un pecado original del que solo ellos y su fe podían eximir? ¿Cómo olvidar a los miles de mujeres que murieron tildadas de brujas a manos de reprimidos y represivos maniáticos? ¿Cómo no pensar en la evangelización forzada de millones de originarios en América y África y la justificación al expolio que dicha fe prestó a la injustificable violencia de siglos de imperialismo y opresión? ¿Cómo no gritar el silencio en el que dicha iglesia se sumió cuando la locura nazi asesinó a millones de seres humanos? ¿Cómo ocultar que en la aún muy reciente historia latinoamericana, siempre había un prelado sentado a la mesa de militares genocidas o dispuesto a absolverlo de todo crimen, si es que ello detenía el avance de las ideas ateas en esta región? ¿Cómo no comprobar que dicha iglesia siempre estuvo del lado opuesto al de las ideas de cambio y siempre mantuvo máxima afinidad con quienes oprimían, esclavizaban y pretendían retener el poder para sí?
Podríamos continuar detallando atrocidades, pero no es el estilo preferido por un humanista, aunque en ocasiones tenga que mencionar – no sin un gran desconsuelo – severos errores de nuestra tan querida especie contra sí misma.
Si de renuncias se trata, proponemos a esa iglesia liberarse a sí misma de ese rigor autoimpuesto que la lleva a creer que debe violentar al otro para su salvación. Le proponemos autoexpiarse renunciando a cometer nuevos pecados contra los demás, le proponemos salvarse aceptando la libertad absoluta del Ser Humano para creer o no en dios y en caso afirmativo, para considerar cuales son las características que para ese dios prefiere o necesita. Le sugerimos autoevaluar su historia y considerar la violencia que ha generado y que generará, si es que continúa creyendo en que la dinámica histórica y social puede ser momificada por textos antiguos y ni siquiera propios. Le aconsejamos dejar sus peculados, sus inversiones, sus propiedades, sus amistades con los círculos de poder y colaborar efectivamente con los pobres abriendo sus propias arcas para beneficio de todos.
Pero más que a esa institución, acaso nos importa mucho más deslizar alguna sugerencia a sus fieles, a aquellos que no tuvieron la posibilidad de elegir su fe, sino que fueron bautizados sin consentimiento y encorsetados en un monocromático mundo maniqueo de luces y oscuridades. Sugerencia que consistiría sencillamente en proponer la meditación en la profundidad de la propia conciencia sin permitir que imágenes grabadas a fuego en la memoria por repetición, impidan desarrollar la espiritualidad hacia novedosos y vibrantes horizontes.
A esas gentes de buena fe, le proponemos renunciar a morales externas, justificadas por entidades lejanas y autoridades demasiado cercanas, le proponemos que simplemente intenten “tratar a los demás, como quieren ser tratados”. Le proponemos dejar de apoyar a quienes quieren apoderarse del mayor tesoro que un ser humano puede tener, su subjetividad, la libertad de optar por el camino que mejor aclare el sentido de la propia vida, la libertad de ser diversos, la libertad de ser eternos, más allá de fortuitas creencias e ídolos provisorios que van cayendo de época en época.
Por lo antedicho, ¿qué interés podría tener comentar la renuncia de un papa y su reemplazo por otro? Por mi parte, renuncio a todo comentario al respecto.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista