«Me nombraron príncipe del manicomio», Adrián Abonizio
Dicen que era una de las comidas preferidas de Borges. Papa hervida o puré de papas. El tubérculo al que me refiero no es alimenticio. Es teológico. Ratzinger (un despistado hincha del club de Avellaneda exclamó entusiasmado, hace ocho años: «¡Por fin un Papa de Racing!») utilizó como nombre artístico el de Benedicto XVI, pero el actor principal de este corso celestial se llamó Woytila. O Juan Pablo II, cuando recorría el mundo derribando comunismos estatales y actuando con solvencia ante las cámaras de televisión globalizadas. Fue, en verdad, el constructor masmediático preferido del capitalismo y un impulsor inteligente y perverso del crecimiento desmesurado del Opus Dei hacia adentro de la secta más poderosa de Occidente. Distribuyó estratégicamente a sus acólitos en aquellos puestos que dominan las finanzas, la propaganda y el control de la fe urbi et orbi, por decirlo en idioma vaticano.
La cuestión es que nos desayunamos con que el bávaro, el pastor alemán, el exintegrante de las juventudes hitlerianas, de quien Georg, su hermano mayor, destacó como virtud que no se había enamorado nunca, renuncia a la corona de la más antigua de las monarquías vigentes: la Iglesia católica, la primera religión universal, según afirma Paul Johnson en su voluminosa «Historia del Cristanismo» (Edicines B, 2004).
Y ya se largaron las apuestas, literalmente, para adivinar quién será el nuevo sucesor del judío Pedro. El método (la timba, digo) desnuda, con claridad digna de mejor causa, eso que nuestra presidenta, Cristina Fernández, definió como «el anarcocapitalismo financiero».
De las causas profundas de la renuncia ya se han ocupado los que saben. Washington Uranga, periodista especializado en el tema, da una serie de pistas al respecto en «¿Sólo falta de fuerzas?» (Página 12, 12/2/13): los casos de pedofilia que produjeron al interior del Vaticano no solamente un dolor de cabeza para su prestigio sino un agujero económico importante. Hace referencia concreta a la indemnización varias veces millonaria consensuada con las víctimas norteamericanas de ese delito. Además, el conservadurismo de Ratzinger no le hace fácil entender cómo funcionan las relaciones sociales e individuales en un mundo que sigue siendo ajeno, pero cada vez menos ancho, parafraseando el título de esa extraordinaria novela del escritor peruano Ciro Alegría, «El mundo es ancho y ajeno» (1941). Así como la suma de delanteros no garantiza que un equipo de fútbol sea ofensivo, un Papa que se comunica por Twitter no lo convierte en un señor moderno.
Quizá su actitud más moderna haya sido la renuncia, un gesto que estaba sin uso desde hace casi seis siglos. Es más una cuestión ideológica que instrumental. Los homosexuales y las mujeres saben a qué me refiero cuando digo esto respecto de las jerarquías católicas. Y, para no abundar, el escándalo del llamado Vatileak que dejó a la luz no sólo las cartas secretas de Maledicto sino, sobre todo, las feroces internas cardenalicias.
El Coordinador de Sacerdotes en Opción por los Pobres, Eduardo de la Serna, se pregunta si será la hora de un Papa del Tercer Mundo. Él mismo dice, textualmente: «¡Dudo! ¡Deseo!». El compañero de la Serna dice, y dice bien, que no importa si el nuevo pontífice es sudamericano, asiático o africano. Como cualquier campesino sabe hay papas buenas y malas. E inclusive hay papas fritas y papanatas. Lo que interesa, volviendo al púlpito, es saber de dónde viene y a dónde pretende llevar el agraciado al 17,4 % de los creyentes del mundo, según nos cuenta el «Atlas de las Religiones», de 2009.
¿Queda claro que estamos hablando de política y no de religión?
En pocos días viviremos la puesta en escena del ritual que tendrá una cobertura mediática global. Como dice el sociólogo Fortunato Malimaci, no cualquier jefe de Estado tiene semejante convocatoria. Aún quienes no fumamos vamos a estar pendientes del color del humo que expulsará la chimenea ante cada reunión de los 118 cardenales reunidos para limar las asperezas entre los distintos grupos y subgrupos de presión para imponer su candidato. Recuerdo la cita de Arturo Pérez-Reverte en «Con ánimo de ofender» (Alfaguara, 2001) cuando hace referencia al staff de Woytila como «La mafia polaca en el Vaticano». El artículo en cuestión se llama «Trescientas pesetas».
A propósito de los cardenales, ¿se llamarán así por su semejanza cromática con los pájaros o al revés, las aves han terminado por imitar a nuestros personajes?
En julio de 2012 estuve en el Vaticano como turista. Vi celebrar misa a uno de estos tipos con disfraz rojo. En un altar ubicado a la izquierda de la monumental obra escultórica que guarda, dicen, los restos de San Pedro, el hombre practicaba el rito milenario. Prohibido fotografiarlo. Al rato pasó, raudamente, a nuestro lado, protegido y rodeado por varios patovicas que le abrían el paso evitando cualquier contacto físico con la gente. Me pregunto si tuve a un palmo de al futuro jefe político de los católicos del mundo. Y me contesto que tal vez, pero de ser así su cara de pocos amigos y ese gesto de distanciamiento con el pueblo pintan de cuerpo entero la actitud de la jerarquía hacia los corderos de Dios.
En fin, un Estado amurallado, pequeño y primitivo, encabezado por un ser humano que se cree infalible desde 1870, que ostenta el cargo con nombre de tubérculo, pero con mayúscula, venerado por millones de otros seres humanos al punto del fanatismo, es lo más parecido a un manicomio que, como el resto del mundo sabe, es una institución decrépita, insalubre y en desuso.