Desde el comienzo su final estaba anunciado: era una figura de transición. Fue elegido por su edad (78), su discreción, su perfil opaco de prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe. Lo ungieron para dar tiempo a la resolución de pujas internas, en opinión de expertos como Marco Tosatti, de La Stampa.
Joseph Ratzinger debía suceder a Karol Wojtyla, un hombre rutilante, carismático y con aura de santidad que fue elegido a los 58 años. Benedicto XVI era la contrafigura de Juan Pablo II.
Pero, a pesar de la edad Ratzinger prolongó demasiado su permanencia en el cargo -el 16 de abril cumplirá 86 años- y ocurrió su renuncia, la única otra manera de remover un Papa.
La iglesia Católica Apostólica Romana atraviesa uno de los muchos momentos terribles de su tormentosa existencia. Acosada por el escándalo, tanto por los papeles que un mayordomo infiel entregó a la prensa italiana revelando corrupción en el Vaticano, insidias de poder, maniobras financieras, como por las denuncias de perversión sexual de sus sacerdotes, la Iglesia necesitaba un fuerte purga para lavar su interior y encarar un nuevo proceso. Para decirlo con suavidad, la Iglesia Católica necesita cambios para recuperar su credibilidad y, quizás, aproximar sus tiempos a los tiempos del mundo.
Desde luego, lo anterior -el cambio- no podía encararse con una imagen desgastada como la del alemán Benedicto XVI.
Ahora que el terreno está despejado, los guardianes de la fe van a dirimir un viejo dilema, postergado en 2005 y a decidir de entre sus afiladas espadas la más adecuada al actual balance de poder interno. No necesariamente la que los tiempos requieren.
Aceptado que se necesita un cambio no hay tanta seguridad en el signo que las mudanzas requieren. Hay quienes piensan que el poder de la Iglesia viene de su tozudez, de su sujeción a dogmas inmutables, de su firmeza para no cambiar ni adaptarse y, consecuentemente, confían en un conservador que ejerza de tal. Porque Benedicto lo era pero prevaleció su chatura por sobre su presunta firmeza dogmática.
Los que quieren cambios tampoco los quieren para aceptar el aborto, la homosexualidad o la inclusión de mujeres en el rito (mucho menos en la jerarquía) pero sí estarían dispuestos a abrir una discusión sobre el celibato. La posibilidad de que los sacerdotes puedan contraer matrimonio tranquilizaría a los fieles en cuanto a la pedofilia (se dice que vestir sotana apaciguó a los hombres celosos de la fe de sus mujeres). No sería un cambio sustancial pero es posible, se trata sólo de modificar una decisión de otro Papa, Calixto II, en el Concilio de Letrán, en 1123. Allí se promulgó el celibato como requisito para todo el clero del rito romano. Pero, ha declarado Juan Pablo II en 1993: “El celibato no es esencial para el sacerdocio; no es una ley promulgada por Jesucristo.”
La renuncia del Papa Benedicto no es la primera ni la más grave: recordemos la última, que fue la de Gregorio XII en1415, para solucionar el llamado Cisma de Occidente (había tres Papas y resolvió el Emperador Segismundo en el Concilio de Constanza).
Ahora esta dimisión -o remoción, según se interprete- despeja el camino para que el Vaticano imprima un nuevo rumbo a la Iglesia. Ha pasado un tiempo prudencial para que la relación entre los escándalos que signaron el período iniciado en 2005 y la renuncia hoy, 11 de febrero 2013, no se relacionen automáticamente. Es el momento para el cambio. Pero cuál será su signo es impredecible.