En el marco del Foro de la Sociedad Civil sobre las Consecuencias Humanitarias del Uso de Armas Nucleares, convocado en Oslo por la ICAN, los días 2 y 3 de marzo próximo, habrá que tener muy presente que las naciones de América Latina y el Caribe han desempeñado un papel fundamental en la aprobación del Tratado de Prohibición de Minas y de la Convención sobre las Municiones de Racimo. Paralelamente, la aprobación y la vigencia del Tratado de Tlatelolco, demuestra que también pueden ofrecer un liderazgo similar para el desarme nuclear definitivo.
Hoy en día, 115 naciones forman parte de zonas libres de armas nucleares y 146 apoyan la negociación de un tratado para prohibirlas y erradicarlas. Quizá lo más importante en la actualidad, es insistir en que no se trata de una utopía descabellada. El proceso comenzará en cuanto la gran mayoría de las naciones que carecen de armas nucleares, se dé cuenta de que tiene la capacidad de ponerlo en marcha y algunas de ellas, como México, decidan asumir el liderazgo.
Ciertamente, los causantes de la amenaza nuclear son los países que disponen de ese armamento, lo han desarrollado y modernizado y lo mantienen listo para utilizarlo de manera casi inmediata. El mundo ha vivido el borde de la catástrofe definitiva desde que Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en los únicos lugares de la Tierra donde se ha utilizado el arma nuclear.
La crisis de los cohetes en Cuba, en 1962, ha pasado a la historia como la ocasión más conocida en la que el riesgo de una guerra nuclear, la guerra del fin del mundo, estuvo más cerca. No es así: otros momentos, menos conocidos o desconocidos, han colocado al género humano al borde de la extinción.
El Tratado de No-Proliferación Nuclear (TNP), logró acotar el crecimiento o el surgimiento de arsenales nucleares durante la Guerra Fría, pero la realidad lo ha rebasado, particularmente si se toma en cuenta que la renegociación para actualizarlo está de hecho estancada. Mientras tanto, las grandes potencias modernizan sus arsenales y algunas otras, dentro y fuera de la supervisión internacional, buscan tecnología y se arman impunemente: tal es el caso de Israel y, en una escala mucho menor, de Corea del Norte.
La situación actual es grave, no solamente por la existencia de arsenales que en principio, podrían acabar con la humanidad; sino porque incluso una guerra nuclear regional, tendría consecuencias sobre el planeta entero y el bienestar y la salud de los seres humanos. Y sin embargo, parece casi desconocida la realidad principal: son las naciones que carecen de armas nucleares, las que pueden poner fin a la amenaza nuclear.
Quienes no poseen arsenales ni se han interesado en obtenerlos, se encuentran en una posición de fuerza y legitimidad muy superior a la de aquellos que ostentan el recurso de la fuerza, como argumento final para imponer su vocación hegemónica, global o regional. Las armas nucleares deberían haber sido proscritas hace mucho tiempo, junto con las biológicas y las químicas.
El hecho de haber confiado la responsabilidad del desarme nuclear a las naciones poseedoras de ese armamento, ha implicado que se logren avances limitados e incluso insignificantes en la reducción de los arsenales existentes. La mala fe de algunas partes, empeñadas en eludir el cumplimiento de sus obligaciones, desembocó en una parálisis virtual, que las conferencias de las Naciones Unidas para revisar el TNP, no han podido remontar.
Mediante la firma del Tratado de Tlatelolco, los países de América Latina y el Caribe actuaron para conjurar la amenaza nuclear. No obstante, si estallase algún conflicto de esa índole en cualquier parte del mundo, se verían amenazados inexorablemente.
La alteración climática que provocaría una guerra nuclear regional limitada, tendrían consecuencias catastróficas de alcance global, en los ámbitos humanitario, ecológico y económico. Las armas nucleares son un problema global; constituyen una amenaza real e inmediata. Para que desaparezcan definitivamente, se requiere una solución global: un tratado que las prohíba y elimine.