«No es bueno hacerse de enemigos
que no estén a la altura del conflicto,
que piensan que hacen una guerra
y se hacen pis encima como chicos.»
«Al lado del camino», Fito Páez
El primer ejemplar del diario español «El País» salió a la venta el 4 de mayo de 1976, seis meses después de la muerte de Franco. Fue, y en buena medida todavía es, el más claro exponente mediático del Pacto de la Moncloa, ese acuerdo de la dirigencia política ibérica para el «mientras tanto». Ese período que va desde la muerte del dictador hasta la supuesta consolidación de una supuesta democracia y el fortalecimiento del Estado de Bienestar. Todo controlado por don Juan Carlos, ese señor que los elefantes africanos miran con recelo justificado. El Grupo Prisa, propietario del periódico, hizo gala de su nombre y rápidamente extendió sus tentáculos hacia radios, televisoras, editoriales y otras menudencias comunicacionales. Algo así como un Clarín, pero peninsular primero y luego multinacional. Por sus empresas pasaron y pasan «lo mejor de cada casa», según canta Serrat. Desde Pérez- Reverte hasta Saramago, pasando por Vargas Llosa (príncipe, duque, conde o algún otro título con que los conchetos suelen creer que son muy importantes), han puesto su talento en manos de estos tipos.
El pasado 24 de enero el diario tiró al barranco toda una trayectoria de pretendido progresismo y corrección política. Es que, desde su nacimiento y a través de su desarrollo, cobijó al socialismo español, que pasó de ser una de las flores rojas del pueblo a convertirse en este pétalo rosado y desteñido que es hoy, entregado a las letrinas del mundo financiero internacional. Ese día publicó, tanto en su edición en papel como en su sitio web, una foto de Hugo Chávez intubado y moribundo. Resultó falsa, como ya lo sabe hasta mi perro Galileo. Cuando se descubrió la fantochada pidió disculpas y retiró de los kioscos y de Internet el estropicio. Tarde, hipócritamente tarde.
Es que les sucedió lo que debieron evitar, pero su condición reaccionaria actual no les permite. Confundieron un deseo con una noticia. Y para una empresa periodística de esa envergadura no resulta fácil salir del papelón. Los chupamedias de siempre trataron de destacar el pedido de disculpas por sobre el bochorno. Aquí cabe aquello de «no aclare que oscurece, don Jorge».
En Contratapa de Página 12 José Pablo Feinmann escribió: «La verdad ha muerto» y dice que la mató el llamado «periodismo independiente». En contra de lo natural, lo habitual, usa como epígrafe de sus dichos la foto trucha. El acierto del filósofo argentino recuerda el «Dios ha muerto» nietzscheano. Y está bien. La verdad como Dios y Dios como verdad no son ya más importantes que la distribución del ingreso o la democratización de la palabra. Felizmente.
Su grosería periodística (la foto, digo) será objeto de estudio en las carreras de Comunicación, como pasa con lo sucedido el 30 de octubre de 1938. Aquella audacia de Orson Welles y su transmisión radial «La guerra de los mundos». Ese hito histórico provocó en la ciudadanía yanqui pánico, suicidios y reacciones imprevisibles. En cambio, la experiencia del diario español generó burlas, vergüenza ajena, bochorno ético y será estudiado como un hito histérico.
Junto al lago San Roque, en Carlos Paz, Córdoba, Miguel Del Sel insultó a la presidenta argentina. No transcribiré sus obscenidades. También pidió disculpas, esta vez a la «investidura presidencial», aunque la ofensa tuvo destinataria concreta, además de alcanzar a toda mujer, incluida su propia madre. Prefiero discutir alguna caracterización del ofensor, un tipo que, según mi amigo Luis Villalba, no superó su etapa anal.
Se ha dicho de él que es un artista opositor. Lo han dicho incluso algunos compañeros nuestros. A mí me parece que ni lo uno ni lo otro. Que un ser humano se disfrace, haga un par de morisquetas en el escenario o ante una cámara no lo convierte en artista. Es como suponer que quien publica un libro se recibe automáticamente de escritor. O quien escribe versos se hace poeta. Isidoro Blaisten decía que no hay nada más fácil que escribir poesía: frases cortitas y todo para abajo.
Del Sel no es un artista. Es, según sus propias declaraciones, una persona rica, con campos y ganado en el norte de Santa Fe y, esto corre por mi cuenta, un escatológico tipo de mierda.
Tampoco es un opositor. No imagino a Gil Lavedra, Morales o Binner vociferar como él. Luis Brandoni se parece más a eso que algunos llaman artista opositor. Él sí. Las dos cosas. Aunque los nombrados y muchos más puedan compartir, en silencio, los insultos del casi gobernador santafesino. Otra vez, que alguien se presente como candidato a cualquier cargo electivo no lo convierte en político. El caso Del Sel es más un ejemplo de antipolítica que pretende instalar ese detritus del menemato que gerencia la ciudad de Buenos Aires.
Algunos perfiles unen los episodios que me ocupan. Al diario español le cabe a la perfección la frase del canadiense McLuhan: «El medio es el mensaje». Nuestro discriminador nacional fue entronizado por los medios como un cómico de prestigio y hasta Macrinator se animó a decir que es «un hombre de bien» porque pidió disculpas. A regañadientes y desde el fondo del barranco.
Ambas obscenidades tienen, sobre todo, en común, la misma matriz ideológica. Son miembros de la catacumba reaccionaria, dolida por el rumbo latinoamericano.
Mientras tanto y con poca repercusión mediática, el 31 de enero se vivió en Plaza de Mayo un acontecimiento político y cultural que es marca de época. Hernán Brienza, Araceli Bellota y Raúl Zaffaroni (dos historiadores y un jurista) dialogaron ante una multitud acerca de los doscientos años de la Asamblea del año XIII. El espacio público al servicio de los que «quieren saber de qué se trata». Todo ahí, al aire, sin filtros ni segundas intenciones.
Unos boqueando mugre y odio desde las letrinas y el barranco. Los más, conquistando luz y vientos de cambio.