Por Jesús Blasco de Avellaneda
Tras un infructuoso salto a la valla de Melilla varios inmigrantes, con heridas recientes, denuncian que policías marroquíes han intentado romperles las rodillas y los tobillos para «quitarles las ganas de saltar» el muro metálico que separa Europa de África en la frontera melillense con Marruecos.
«Antes golpeaban, siempre golpean, pero ahora quieren rompernos las piernas”, comenta muy nervioso un chiquillo de 19 años que ha huido de Mali
“Nos pegan, nos pegan y nos pegan. No hablan, no te miran a los ojos, sólo te golpean”, grita un joven de Liberia al que le han roto un dedo de la mano derecha y le han producido graves heridas en una de las rodillas.
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Amanece en la Frontera Sur; es viernes 26 de octubre, todo parece tranquilo. Sólo dos sonidos pueden apreciarse en el ambiente si permanecemos en silencio: la llamada al rezo musulmán de la mañana y el rotor del helicóptero de la Guardia Civil que sobrevuela los llamados “puntos calientes” cercanos a la alambrada que separa Marruecos de Europa.
Hoy es la Pascua Grande musulmana, el Aid El Kebir. Aquí las gentes, como marca la tradición, se levantan con el alba y se desplazan, las familias al completo, en ayunas para la oración matutina antes de preparar el sacrificio del borrego y comenzar así tres días de fiesta y júbilo.
Pero no todos los musulmanes están de rodillas en las mezquitas y explanadas con los ojos puestos en el sol del nuevo día. Otros permanecen esparcidos por los caminos que llevan al monte Gurugú esperando a que lleguen las ambulancias y los miembros de Médicos Sin Fronteras.
“La mayoría somos musulmanes, sabemos qué día es hoy. Pero no tenemos nada que celebrar. Seguimos vivos, sí. Pero, esto no es vida. Dios no puede querer esta vida para nadie. Aun así no dejamos de creer en él. Al-lá es bueno y misericordioso, Él nos protege y le bendecimos”.
Anoche, entorno a las 05:30 horas, un grupo de más de cien subsaharianos, la mayoría de ellos de Mali, intentó acceder a Melilla superando la doble valla metálica de más de seis metros de altura, cerca del puesto fronterizo del Barrio Chino (una de las zonas más al sur del perímetro).
Ninguno consiguió entrar a Melilla, pero los vecinos de Altos del Real –el barrio más cercano a esta parte de la alambrada- aseguran que los alaridos y llantos de dolor de los jóvenes subsaharianos les hicieron estremecer hasta más de las siete de la mañana.
“Ha sido horroroso. Una auténtica masacre. Los vecinos nos han llamado escandalizados. Hemos venido en cuanto hemos podido, pero la Policía Local nos ha impedido el paso a la zona. Ha sido espantoso. Se oían llantos y gritos que se te ponían los pelos de punta”, asegura José Palazón, secretario y portavoz de la ong Prodein, uno de los activistas melillenses que fue alertado –“me han despertado los propios vecinos con una llamada de socorro al móvil”- y que se desplazó al lugar de los hechos para ser garante del respeto a las leyes y a los derechos humanos.
Un gran número de guardias civiles -pertenecientes en su mayoría a los cuerpos de élite especialistas en cargas y métodos antidisturbios, conocidos como Módulos de Intervención Rápida (MIR) de los denominados Grupos de Reserva y Seguridad (GRS) del Instituto Armado- esperaba en el lado español -provistos de largas porras, cascos y material antidisturbios- a que alguno consiguiera entrar para detenerlo, pero esta vez Marruecos volvió a actuar con contundencia.
Los inmigrantes denuncian que no sólo les dispararon con pelotas de goma y les pegaron con bastones y la culata de los fusiles, “como suelen hacernos”, sino que un gran número de policía fronteriza y de militares les pegó patadas y les golpeó con piedras.
A algunos se los llevaron a la provincia de Oujda, a la frontera de Marruecos con Argelia –donde las organizaciones no gubernamentales denuncian que son abandonados en medio de zonas desérticas sin agua ni comida e incluso a veces engrilletados y después de haber sido sometidos a palizas y vejaciones-. Pero, no todos corrieron esa ‘suerte’. Porque, los que consiguieron quedarse y los que fueron capturados posteriormente en su huida y no se les deportó, volvieron a recibir brutales palizas más allá de la zona colindante con Melilla.
“Nos pegan, nos pegan y nos pegan. No hablan, no te miran a los ojos, sólo te golpean”, grita un joven de Liberia al que le han roto un dedo de la mano derecha y le han producido graves heridas en una de las rodillas.
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Y es que, según dicen, la intención de las fuerzas marroquíes es que estas personas no vuelvan a saltar, nunca más: “Nos golpean con piedras y bastones en las rodillas y tobillos, dicen que con las piernas rotas se nos quitarán las ganas de trepar por las alambradas. Antes golpeaban, siempre golpean, pero ahora quieren rompernos las piernas”, comenta muy nervioso un chiquillo de 19 años que ha huido de Mali; asegura que ha llamado a las organizaciones defensoras de derechos humanos y a las ambulancias –con un teléfono móvil que tiene en la mano y que no deja de observar para comprobar la hora-, pero nadie viene. Han pasado cuatro horas desde que fueron masacrados y siguen tirados en los andenes de las carreteras pidiendo auxilio.
Conforme nos adentramos en el campamento del monte Gurugú –desde el cual se divisa por completo la ciudad de Melilla, el ‘sueño dorado’ para muchos de ellos- nos vamos encontrado muchos más jóvenes y de más diversas nacionalidades: Mali, Senegal, Liberia, Guinea Conakry, Centro África. Algunos de ellos son muy pequeños. Concretamente un chaval delgadito que dice ser de Mali llega con toda la boca ensangrentada. Tiene sólo 15 años y le han abierto una herida en la rodilla derecha y le han echado abajo varios dientes con una piedra.
Sobre el aumento de la violencia ya ha advertido recientemente Médicos Sin Fronteras ya que “en los últimos meses un mayor número de pacientes nos han dicho que sus heridas eran a resultas de ser golpeados por las fuerzas de seguridad”.
En un momento aparece medio centenar de subsaharianos. Al menos ocho tienen la cabeza abierta –literalmente- y a una veintena le han abierto profundas heridas en rodillas y tobillos. Una escena que recuerda las conocidas imágenes de 1987 de soldados israelíes rompiendo con piedras los brazos de palestinos atados.
Un chico senegalés nos enseña varias cicatrices de grandes dimensiones en la cabeza, alguna con indicios de haberse cerrado hace escasas semanas. Nos asegura que ha intentado entrar varias veces a Melilla y que, al menos dos, lo ha conseguido, pero que la Guardia Civil les pega, les engrilleta y les expulsa a Marruecos de nuevo a través de las puertas de servicio del propio vallado, algo que incumple la Ley de Extranjería.
Es extraño comenta: “España no quiere que entremos y para Marruecos no existimos. Si entramos quieren echarnos y si no entramos no importa que muramos de hambre o desangrados, sólo somos negros pobres, ni siquiera nos consideran hermanos musulmanes”.
Se quejan de que en el reino alauí las organizaciones defensoras de los derechos humanos no les atienden y que los activistas españoles cada vez se preocupan menos por ellos y con menor frecuencia.
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Entre los campamentos de Segangan, Gurugú y Marihuari pueden ser más de trescientos calculan. La llegada del invierno –que endurece notablemente las condiciones de supervivencia en los campamentos en los bosques y a la intemperie- les hace querer conseguir su fin con la mayor de las premuras. Además, la entrada la pasada semana de más de un centenar de personas a Melilla en dos saltos grupales les anima y les da esperanzas.
“No somos mala gente. Sólo queremos sobrevivir. Aquí no tenemos comida, ni agua. ¡Mira como vestimos! No somos ni personas. ¿Tú no lo harías?”, protesta enérgicamente un joven corpulento de Mali. Es la imagen más amarga de la inmigración. Son cientos de historias durísimas. Miles de personas que huyen del hambre, de las milicias, de la guerra, de la persecución, y que se topan con un muro que no van a dejar de intentar franquear, ya sea cojeando o con la cabeza repleta de cicatrices.