Allí se establece, en el artículo 65, que «la salud de los habitantes de la República constituye un bien público” y que «El Estado y las personas están obligados a velar por su conservación y restablecimiento”. El artículo 66 asigna además al Estado la responsabilidad de dar asistencia gratuita a los enfermos que carezcan de recursos. No obstante, del total de la población que se enferma en el país, el 40% no recibe servicios de salud, y aproximadamente solo el 20% de la población tiene algún seguro de salud.
La falta de recursos, la insuficiencia del personal en muchos servicios, la falta de modernización de las estructuras, los obstáculos burocráticos, son factores que excluyen o discriminan de lo que debe ser parte del bien común: la salud. De ahí que podamos afirmar que deshumanización de la salud es designarle pobres presupuestos. En El Salvador esta falta de equidad se aprecia en el hecho de que somos uno de los pocos países de América Latina en los que el gasto privado en salud, estimado en más del 4% del Producto Interno Bruto (PIB), supera al gasto público (3.6%). Esta situación contrasta con la de países vecinos como Costa Rica y Panamá, que poseen una estructura de gasto más coherente con el principio de garantizar el derecho a la salud a toda la población. Su gasto público general en salud como porcentaje del PIB es de 5.9% y 4.3%, respectivamente.
Deshumanización de la salud es el hecho -más o menos común en las distintas sociedades– de que la medicina moderna ha llegado a niveles muy altos de desarrollo (técnico y científico); pero con ese desarrollo coexiste un riesgo silencioso y manifiesto: olvidar que el enfermo es, ante todo, un ser humano y no simplemente un organismo que necesita reparación. Cuando la técnica sólo busca la eficacia del tratamiento, sin un encuentro mayor con la persona (calidez), la dimensión humana desaparece, porque no queda sitio para la individualidad, ni hay respuesta para sus demandas psicológicas y afectivas. Resulta contradictorio que en el tratamiento médico se procura que haya un equipo de especialistas, una vigilancia constante sobre las diferentes funciones del organismo y la ayuda de todos los aparatos necesarios, sin embargo, con frecuencia se echa de menos el calor humano que acompañe en el dolor y en el sufrimiento que provoca la enfermedad. Aunque sus reacciones biológicas pueden estar perfectamente controladas, la soledad y la angustia del enfermo no se reflejan en ninguna pantalla.
Deshumanización es también convertir al enfermo en un cliente. En tiempos donde casi todo se mira con los ojos de la rentabilidad, los hospitales y los profesionales de la salud viven bajo dos fuertes presiones: convertir la profesión o la institución en empresas predominantemente lucrativas, o la de ofrecer servicios altamente tecnificados (habitualmente onerosos), pero en los que el paciente es tratado como un simple historial médico. Cuando la salud se deja al dinamismo del mercado el enfermo es visto como un cliente (con capacidad de pago). No objetamos el cobro por servicios profesionales en la práctica privada. Lo que sí preocupa es convertir la medicina en un negocio, donde lo que predomina es el afán de lucro que puede llevar a cobros excesivos, a procedimientos, hospitalizaciones y consultas innecesarias, a la privatización de un derecho social fundamental.
Frente a los peligros deshumanizantes, se plantea ahora, desde la ética, la necesidad de humanizar los servicios de salud. Esto supone, entre otras cosas, recuperar el sentido de la enfermedad, del dolor y del sufrimiento desde el reconocimiento de la dignidad de la persona. La medicina en cuanto praxis racional, tiene como destinatario al ser humano en su integralidad (como sujeto a enfermedad y salud). Si decimos que el enfermo o la enferma no han de ser tratados como objetos sino como sujetos, no como cosas sino como personas, esto no se debe primariamente a la relación interpersonal médico/enfermo, sino al hecho objetivo de que la medicina trata personas y no sólo con cuerpos Si esto es así, la práctica médica habrá de caracterizarse por mantener entrañas de misericordia y potencial de ternura ante el sufrimiento ajeno.
La humanización de la salud exigiría realizar una medicina técnicamente buena. Dominar los conocimientos, la experiencia, la técnica. Un buen personal de salud sería el que hace buena medicina científica y técnicamente hablando. Tener el saber y buscar lo que es mejor para el ser humano concreto, sujeto de salud o enfermedad. Esto implica prevenir el peligro de la mala praxis, al menos en la parte que le corresponde al profesional de la salud.
La humanización exigiría también que la preparación académica de los profesionales de la salud debe tener en cuenta la dimensión humana y psicológica. En la medida en que avanzan las técnicas y se perfeccionan los aparatos, parece que todo esfuerzo se dirige a un conocimiento mayor de su uso, mientras disminuye la capacidad de prestar al enfermo otro tipo de ayuda humana que también necesita. Acompañar al paciente en su enfermedad, dolor y sufrimiento, implica un aprendizaje humano y académico. Este aspecto no hay que dejarlo a la buena voluntad o a las cualidades humanitarias innatas del personal médico. Aquí tiene que haber una formación ética de cierta profundidad y consistencia.
Humanizar la salud, en fin, exige indignación y lucha frente a las carencias de salud por motivos estructurales. La indignación supone desenmascarar la violación sistemática de un bien público sustancial relacionado con el derecho a la calidad de vida. Y la lucha implica el impulso de reformas al sistema de salud, que cambien su carácter burocrático, centralizado, excluyente, deficiente, desfinanciado y carente de sostenibilidad humana. El horizonte de estas reformas ha de ser el ejercicio efectivo del derecho a la salud para las mayorías populares, quienes presentan los mayores riesgos de enfermar y morir de forma prematura.