En un mercado globalizado y por completo carente de regulación, el capital financiero se mueve de un lugar a otro saltando de país en país, sin fronteras que lo limiten, buscando oportunidades de inversión. Cuando encuentra un punto en el que existe cierta estabilidad social y crecimiento económico, se deja caer allí como un ave de presa y comienza a otorgar créditos a diestra y siniestra. Pero no se crea que dichos créditos se dirigirán a fomentar nuevos emprendimientos que amplíen la plataforma productiva del lugar, inversiones cuyo retorno es mucho más bajo en el corto plazo. No, ese capital se concentrará, básicamente, en créditos de consumo e hipotecarios.
El enorme caudal de divisas foráneas (es decir, una riqueza no proveniente de la actividad productiva del lugar) que comienza a circular en ese punto incentiva el consumo de forma desmedida y sobrecalienta la economía local, generando, a poco andar, una burbuja inflacionaria: suben los precios en general y muy particularmente el costo de las propiedades. Sucede entonces que la capacidad de “respaldo” de los deudores se vuelve cada vez más exigua y basta que se produzca una contracción económica por cualquier causa, ya sea de carácter global o local, para que esos deudores dejen de pagar sus créditos. Estos fenómenos encadenados hacen disminuir la liquidez y los bancos entran en problemas.
Y aquí comienza el segundo acto de este drama singular: el rescate. ¿Qué es un rescate? Para la gente común, consiste en acciones dirigidas a salvar a alguien que se encuentra en una situación peligrosa. Bueno, en el caso comentado es más o menos lo mismo. Los bancos, a causa de su voracidad desmedida, han hecho pésimos negocios y están quebrados. Alguien tiene que salvarlos para restablecer el flujo de dinero interrumpido e impedir una recesión inminente, con gravísimos costos sociales. Como decía el Chapulín Colorado, ¿quién podrá salvarlos? Los estados. ¡Pero cómo! Si la mayoría de ellos tiene ya una deuda pública enorme, de dónde van a sacar los ingentes fondos necesarios para el rescate. En esta situación agobiante, se apela al viejo recurso de la bicicleta: los estados van a golpear la puerta de unos bancos más grandes para que les presten el dinero que les permita rescatar a los bancos más pequeños de la quiebra, aumentando de paso su gigantesco déficit fiscal.
Y finalmente, ¿quién pagará ese déficit? Bueno, la gente, los ciudadanos, con sus impuestos. Los mismos que se han endeudados hasta el cuello con los bancos que están siendo rescatados, los cuáles además les han prestado su propia plata almacenada en los fondos de pensión. ¿Se entiende? No. En fin, son las paradojas de la macroeconomía.
Aunque expresado en un lenguaje algo burlón, esto es más o menos lo mismo que ha sucedido, por ejemplo, en España y ahí están los edificios recién construidos sin moradores, como consecuencia de la especulación inmobiliaria. El presidente Rajoy, apelando a una suerte de orgullo patrio, primero dijo en todos los tonos que los bancos españoles no necesitaban ser rescatados, para terminar aceptando el rescate, seguramente presionado por los mismos bancos que, en definitiva, son los que mandan. La llamada crisis de las hipotecas “subprime” en USA fue, a su vez, la causa principal de la enorme crisis financiera global del 2008.
Sucedió también en Argentina el año 2001, pero como se consideró un fenómeno local, no hubo rescate sino que se recurrió al “corralito. ¿Qué es un corralito? Para la gente común, es un lugar cercado de pequeñas dimensiones donde se mantiene retenido al ganado. Para el mundo financiero, en cambio, consiste en un bloqueo forzado de los fondos para evitar las corridas bancarias, es decir, el retiro masivo de depósitos. Bueno, en realidad no es tan distinto: los ahorrantes somos como el ganado, que cuando se asusta corre a perderse llevándose su dinero y para evitar esa fuga, los bancos construyen un “corralito”. ¡Qué científico es todo esto! Si bien se salvaron los bancos, el que no pudo salvarse fue el presidente De La Rúa, quién se vio obligado a renunciar empujado por el profundo malestar social que provocó la medida.
Estos eventos repetidos ya nos permiten extraer algunas lecciones:
1. El tan mentado equilibrio macroeconómico, que según los propios economistas constituye la condición fundamental para un crecimiento sustentable, es una falacia porque la acción del capital financiero internacional está rompiendo dicho equilibrio permanentemente.
2. No existe más riqueza en el mundo que la producida por el trabajo humano. La especulación financiera solo produce “burbujas”.
3. Las crisis económicas siempre derivan en crisis sociales y, por ende, políticas. Pero como los políticos de todo el mundo no son más que testaferros locales del capital financiero internacional, deben hacer el trabajo sucio de contener a sus pueblos a cualquier costo, forzándolos a pagar las recurrentes farras financieras.
4. El pretendido carácter científico de la economía es una creencia sin fundamento objetivo y debe ponerse en discusión sin más dilación. El gran epistemólogo argentino Mario Bunge tenía sobradas razones para ubicarla en el campo de las seudociencias, junto a la astrología, la homeopatía, el sicoanálisis y otras yerbas parecidas.
El asunto ahora es qué es lo que se debe hacer para salir de este monumental embrollo. Los macroeconomistas conjuran todo con una palabra mágica: regulación. Hay que regular a los bancos para que no se desbanden, como si fueran los niños malos del curso. La pregunta que surge entonces es porqué no aplicaron la receta antes de que este Frankestein enloquecido echara a andar por el mundo, apelando a sus autoproclamadas aptitudes de predicción científica. Bueno, ya lo hemos dicho: porque esas supuestas aptitudes no existen. Estamos en las peores manos, en las de unos tecnócratas que dicen saberlo todo y, en realidad, saben muy poco.
Para el Nuevo Humanismo, el único camino posible es volver la mirada hacia el mundo del trabajo humano, eliminando de raíz la especulación y la usura. Es necesario incentivar la inversión productiva y desincentivar resueltamente la fuga de capitales hacia el ejercicio especulativo. Pero esta es una decisión eminentemente política, la que difícilmente logrará ejercerse mientras el poder continúe en manos de la tecnocracia económica dominante. Por ello, es bueno que los políticos jóvenes entiendan de una vez que el coraje será, sin duda, el atributo personal más valorado por los pueblos, en estos duros tiempos en los cuales nos ha tocado vivir.