El rumbo se modera tras el fin de la dictadura en 1989, pero perdura la resistencia a la regulación estatal y el desequilibrio en perjuicio del trabajador. El modelo está cambiando ahora debido a la democratización y a la crisis mundial.
Las grandes manifestaciones estudiantiles que sacudieron a Chile en el curso del 2011, pusieron de manifiesto que el tradicionalmente activo movimiento social chileno había empezado a desperezarse, tras el prolongado letargo que venía experimentando desde que puso fin de la dictadura en 1989. Se argumentará que ello refleja el agotamiento del modelo social y económico que ha predominado en las últimas cuatro décadas y el arreglo político de las últimas dos. Especialmente, del conjunto de distorsiones introducidas por el extremismo neoliberal a la segunda fase -más orientada al mercado que la primera, necesariamente estatista – de la estrategia desarrollista del Estado, sustentadas primero por la dictadura y luego mediante los arreglos de “democracia de baja intensidad,” de la transición.
Chile se transformó por completo durante el curso del último siglo, en un proceso único presidido por la acción del Estado. Sin embargo, las estrategias sucesivas que guiaron su accionar lo dividen tajantemente en dos períodos. El 11 de septiembre de 1924, un movimiento militar de corte progresista inaugura la estrategia que se ha denominado «desarrollismo». Casi exactamente medio siglo después, el 11 de septiembre de 1973, el golpe militar encabezado por Augusto Pinochet impone una forma extrema y temprana del modelo que años más tarde se generalizaría en la región bajo el nombre de «Consenso de Washington».
La primera estrategia se consolida y extiende durante la fase de lucha contra las secuelas de la crisis de 1930, siendo presidida por gobiernos democráticos de diverso signo que adoptan la consigna central del progreso en sus dos dimensiones, económica y social. Como en otros países latinoamericanos, un elemento central de esta estrategia fue la industrialización por sustitución de importaciones (ISI). La particularidad chilena es, tal vez, el modo radical en que culmina, en el marco de una creciente movilización social que alcanza dimensiones de revolución. Entre 1965 y 1973, el Estado realiza una profunda reforma agraria, al tiempo que recupera la renta de los recursos naturales, hasta entonces en manos del capital extranjero, y logra avances bastante notables en nutrición, salud, educación y distribución del ingreso.
La segunda estrategia, vigente desde el golpe militar de 1973, pasa a su vez por dos etapas muy diferentes. Solo la dictadura de Pinochet, y sus asesores los «Chicago boys», hicieron gala de su adhesión a la escuela «neoliberal». Los economistas y gobiernos democráticos que le sucedieron a partir de 1990, en cambio, se declararon por regla general más bien críticos con ella, aunque, en realidad, se mantuvieron en lo fundamental los mismos lineamientos estratégicos de todo el período. Nos referimos principalmente al énfasis unilateral en crear las mejores condiciones posibles para el desarrollo de los mercados y los negocios, unido a una apertura indiscriminada al comercio y la inversión extranjeros, especialmente, su acceso sin cobro significativo a los recursos naturales del país; con el sesgo adicional de estimar necesaria y conveniente la contención tanto de la injerencia del Estado como de las demandas sociales. Ciertamente, el sesgo aludido se ha refrenado en comparación con el extremismo de los «Chicago boys».
De este modo, la democracia ha imprimido unos contornos más moderados a la segunda de las grandes estrategias de desarrollo, similares en cierta medida a los adoptados en los años 1990 por otros países de América Latina. Sin embargo, sigue siendo evidente el trasfondo «neoliberal», tanto en el ámbito económico como en el de las políticas sociales. Ello ha generado distorsiones significativas en dicha estrategia, que no se apreciaron en otras experiencias desarrollistas como las del sudeste asiático en incluso en países como Brasil, en las cuales el giro del Estado desarrollista al mercado no generó destrucción de lo construido en el período estatista anterior ni desmantelamiento de sus funciones económicas y sociales (Draibe-Riesco, 2007b; Ringen 2011, Riesco 2012).
El crecimiento económico de las últimas dos décadas ha sido superior al registrado por otros países de la región, lo cual se ensalza como el resultado de la aplicación exitosa de este modelo, que se tiene por ejemplar incluso en el ámbito social. Se argumentará, en cambio, que el crecimiento se basa principalmente en la herencia progresista del período «desarrollista» y, especialmente, en las profundas e irreversibles transformaciones sociales logradas entonces (Therborn, 1999; Illanes-Riesco, 2007; Lawner, 2007; Riesco 2012). La comparación de ambos períodos en su conjunto arroja, asimismo, resultados que realzan los logros del primero de ellos en todos los terrenos, incluido el progreso económico. En efecto, si bien la tasa promedio de crecimiento anual del PIB de 1929 a 1971 fue algo menor, 3,1 por ciento, que la de 3,8 por ciento registrada durante el Consenso de Washington de 1971 a 2006, el PIB por trabajador creció más rápido durante el desarrollismo: el 1,6 por ciento frente al 1,2 por ciento [2]. Como veremos más adelante, la segunda estrategia ha traído consigo distorsiones y debilidades significativas para el desarrollo nacional que han conducido a su crisis en el momento presente.
El cambio de una estrategia a la otra produjo fuertes contrastes, a pesar de que hubo un fenómeno que transcurrió en el trasfondo de ambas: la extinción en buena medida de los campesinos tradicionales, que representaban la mitad de la población en el censo de 1930. Su dolorosa transformación en asalariados precarios urbanos constituye la principal epopeya, el parto del siglo XX. La población se multiplicó por cuatro desde 1929, alcanzando los 16,4 millones de habitantes en el 2006; sin embargo, la población rural permaneció estancada en 2,2 millones, al tiempo que su proporción de la población total se reducía del 50 por ciento a solo el 13 por ciento durante el mismo período (CENDA, 2007a). Además, quienes hoy viven en el campo son bien diferentes a los de entonces: la mayoría trabaja como asalariados al menos parte del tiempo, mientras que los antiguos campesinos dependientes de haciendas, llamados «inquilinos», desaparecieron junto con el viejo latifundio.
Desde principios de los años 1920 hasta los años 1980, la acción del Estado por arriba fue empujada desde abajo por la periódica irrupción masiva del actor popular en la arena política. Todo lo anterior presenta muchos rasgos generales similares a los vividas por numerosos países que realizaron su transición a la modernidad en el curso del siglo 20, con la singularidad que en el caso chileno, la movilización popular fue canalizada por un sistema de partidos políticos, que con flexibilidad generaron sucesivas alianzas, que recogieron las principales demandas de cada momento, en un proceso que durante la mayor parte del tiempo ha cursado utilizando formas singularmente democráticas y culminó de manera revolucionaria. Sin embargo, el país experimentó una reacción violenta y destructiva al proceso de modernización, la que introdujo las distorsiones neoliberales bajo una forma particularmente extrema, temprana y prolongada, cuya reparación y rectificación, todavía incompletas, determinan la coyuntura actual (Draibe-Riesco, 2007b; Ringen 2011, Riesco 2012).
**El parto de un siglo**
La moderna fuerza de trabajo chilena no se ha conformado de la noche a la mañana. Es largo el camino recorrido desde las primeras décadas del siglo XX, cuando la relación laboral predominante era el inquilinaje de los campesinos en las haciendas. Una forma derivada de esta relación laboral cundió en la gran minería, donde habían sido arrastradas masas de campesinos a lo largo de varias décadas mediante un procedimiento más o menos forzoso denominado «enganche». Las empresas de los enclaves mineros los proveían de todo, al igual que hacían las haciendas, hasta el punto de que les pagaban el salario en fichas canjeables por víveres en sus propias oficinas.
La crisis mundial de 1930 provocó el primer gran remezón en las relaciones laborales tradicionales. En poco más de dos años, expulsó a cinco de cada seis trabajadores de las salitreras, que constituían las mayores concentraciones obreras de entonces. La migración campesina se aceleró en aquella época, hasta alcanzar un máximo a mediados del siglo, y mantuvo un ritmo muy rápido hasta los años ochenta, para luego empezar a declinar (CENDA, 2007a). El segundo gran remezón fueron las expulsiones masivas de campesinos posteriores al golpe militar de 1973. La dictadura recién implantada echó sin más trámite de sus tierras a los campesinos sospechosos de haber apoyado el proceso de reforma agraria. Los expulsados sumaron decenas de miles. Varios centenares fueron asesinados en los días posteriores al golpe, y sus nombres hacen mayoría entre los grabados en la piedra del monumento a los detenidos desaparecidos y los ejecutados que se yergue en el Cementerio General de Santiago. Sin embargo, la dictadura entregó a otros campesinos considerados leales más del 40 por ciento de las tierras expropiadas, tal como exigía la ley. Del mismo modo, alrededor de un tercio de ellas fue devuelto a los antiguos dueños bajo la forma legal de «reservas» y el resto rematado a empresas forestales; unos y otras procedieron, a su vez, a expulsar a la mayor parte de los campesinos residentes (Therborn, 1999; Illanes-Riesco, 2007; Riesco 2012).
Por otra parte, la dictadura militar realizó un proceso masivo de privatizaciones y desmantelamiento del servicio público civil en general −especialmente de los servicios sociales −, que tuvo efectos significativos. Las estadísticas de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL) constatan que la proporción de funcionarios del Estado se redujo del 20 por ciento al 10 por ciento de la población activa, aproximadamente. Los fenómenos anteriores se vieron reforzados por la severa crisis económica de 1982-1985, durante la cual la cesantía alcanzó a cerca de uno de cada tres miembros de la fuerza de trabajo, si se incluyen los programas de empleo de emergencia. La crisis ocasionó, además, grandes movimientos de trabajadores entre distintas ramas de la economía (Therborn, 1999, e Illanes-Riesco, 2007).
El orden laboral sufrió, asimismo, transformaciones muy bruscas. Como es bien sabido, el movimiento obrero chileno fue un destacado protagonista social y político a lo largo de buena parte del siglo XX. Fueron tradicionalmente el sector más activo en los sucesivos estallidos sociales, en los cuales el pueblo chileno ha irrumpido masivamente en la arena política. Alcanzó su clímax cuando dirigió la agitación revolucionaria de fines de los años sesenta y principios de los años setenta, que desbrozó el camino a las grandes transformaciones sociales realizadas por el Gobierno de Salvador Allende. Sin embargo, quedó reducido a su mínima expresión tras el golpe militar y la brutal represión a que fue sometido. Se impusieron múltiples restricciones durante el estado de sitio en los años setenta, las cuales se legalizaron luego mediante el llamado Plan Laboral de 1980, que limitó severamente el derecho a sindicalización y huelga, prohibiendo la negociación por ramas y permitiendo el reemplazo de huelguistas, entre otras disposiciones (Campero, 2001, y Volker, 2002). La mayor parte de dichas restricciones se mantienen hasta hoy, siendo una de las modificaciones más efectivas aquella del 2007 que prohíbe a las grandes empresas proveerse de trabajadores directos mediante subcontratistas, como veremos más adelante.
Adicionalmente, la precarización de la relación salarial se sustentó en el giro de la economía hacia la exportación de recursos naturales con escaso valor agregado, cuya explotación requiere una fracción ínfima de la fuerza de trabajo, la mayor parte de la cual, en cambio, se derivó hacia el comercio y servicios sociales y personales, en perjuicio de la industria manufacturera y el resto de la producción de bienes y servicios, los que han disminuido sustancialmente su participación en el empleo total; junto a un incremento significativo de la desocupación.
La minería, por ejemplo, representó el 2011 el 1,5 por ciento de los asalariados ocupados y el 2,9 por ciento de la ocupación total, que incluye además los “pirquineros”, como se denomina a los mineros por cuenta propia. Sin embargo, las cien mayores empresas del país se concentran en mayor proporción en ese sector, que representa el 7,4 por ciento de su dotación total. Estas grandes corporaciones se concentran en mayor medida en las ramas relacionadas con recursos naturales -minerales, tierra y agua-, en las cuales su dotación representa un 39 por ciento del empleo asalariado de las ramas respectivas, el doble que en el total de asalariados. Sin embargo, el empleo total en las ramas basadas en recursos naturales es muy reducido, representando un 8,8 por ciento del total de los asalariados y un 14,1 por ciento de la ocupación total, que incluye a los trabajadores por cuenta propia. Mientras tanto, el comercio y finanzas absorben el 29 por ciento de la ocupación total y los servicios sociales y personales un 10 por ciento adicional. Si se agregan los ocupados por la administración pública y defensa, que se han reducido a un 5,3 por ciento de la ocupación total, se aprecia que poco menos de la mitad de los trabajadores ocupados están dedicados a actividades ajenas a la producción de bienes y servicios.
En contraste, el 2011, la minería sola representó el 23 por ciento de las ventas totales de estas cien grandes empresas – la cifra de ventas de la minería es muy abultada, equivale a casi un cuarto del PIB, aunque la comparación es solo referencial puesto que este último mide el solo el valor agregado. La minería ha absorbido asimismo un tercio de todas las inversiones extranjeras llegadas al país entre 1974 y 2011 y un 51 por ciento de los mayores proyectos de inversión, nacionales y extranjeros, aprobados para el período 2011-2015. (CENDA 2012b).
La distorsión anotada se aprecia en el gráfico 1, referido a las cien principales empresas, que muestra sus ventas en el eje vertical y sus dotaciones en el eje horizontal, mientras las inversiones recibidas por cada sector se aprecian en el tamaño de los globos, los que representan en color azul a las ramas basadas en recursos naturales y en rojo las otras. Se puede observar que las tres ramas basadas en recursos naturales – minerales, tierra y agua – ilustradas por los tres globos de color azul, son los más grandes puesto que concentran la mayor parte de las inversiones. Los mismos se concentran en el vértice superior izquierdo del gráfico, debido a que concentran la mayor parte de las ventas, pero generan muy poco empleo. El comercio aparece en el vértice superior derecho, puesto que concentra cerca de un quinto de las ventas pero más de 40 por ciento del empleo. Los otros rubros aparecen en el vértice inferior izquierdo, puesto que representan una parte menor de las ventas y el empleo de las mayores corporaciones, al tiempo que el tamaño más reducido de los globos respectivos muestra que las inversiones recibidas por los mismos no alcanzan mayor significación (CENDA 2012b).
Como ha establecido la economía clásica, a diferencia de las empresas propiamente capitalistas, que obtienen sus ganancias exclusivamente del valor agregado por fuerzas de trabajo bien calificadas y relativamente estables, que les permiten mantenerse adelante de su competencia en una constante carrera de innovación tecnológica, estas grandes corporaciones obtienen la mayor parte de sus ganancias de la renta de los recursos naturales, de los cuales se han apropiado sin pago significativo, cuyo precio oscila constantemente, determinado exclusivamente por la demanda y sin mayor relación con sus costos de producción, en los cuales la mano de obra no representa un factor signifcativo. La renta misma, que es el sobreprecio de dichos recursos por encima de sus costos de producción, no se origina en el valor agregado en el proceso productivo respectivo, sino que constituye una transferencia de valor desde las industrias que los requieren para sus procesos y se ven forzados a pagarla en virtud de la escasez de los mismos. En el caso chileno, los principales recursos fueron nacionalizados durante el gobierno del Presidente Allende y pertenecen al Estado de acuerdo a la constitución actualmente vigente. Sin embargo, fueron entregados sin cobro mediante un mecanismo de concesiones indefinidas establecido durante la dictadura y que se mantiene hasta hoy; tímidos cobros introducidas en 2005 y 2010 no han logrado corregir esta situación, que constituye la principal distorsión introducida por el neoliberalismo, con severas consecuencias económicas y sociales (Riesco M, Lagos G, Lima M. 2005; Riesco 2012, 2008, 2007).
Una de las consecuencias de lo anterior es una fuerza de trabajo que casi en su totalidad entra y sale constantemente de diferentes empleos formales de muy corta duración. Es decir, está compuesta en su gran mayoría por asalariados con empleos sumamente precarios, que trabajan por cuenta propia o informalmente en los períodos intermedios, cuando no se encuentran cesantes. Las estadísticas semanales del instituto Nacional de Estadísticas (INE), reflejen con bastante exactitud la composición de los ocupados en un momento determinado: el día en que se toma la muestra, alrededor de dos terceras partes tienen empleos asalariados formales, mientras otro tercio está trabajando por cuenta propia; quedan aparte los que están sin trabajo de ningún tipo, que usualmente son del orden de uno de cada diez. Todas las proporciones anteriores están sujetas, desde luego, a las usuales variaciones cíclicas y estacionales. Ahora bien, lo que no captan las encuestas de empleo es que aquellos que aparecen una semana como trabajadores por cuenta propia pueden encontrar un empleo asalariado en la siguiente (Riesco 2009b). Al revés, los que aparecen como asalariados pueden perder su empleo al otro día; luego de permanecer cesantes unas semanas, o meses, pueden asumir un trabajo por cuenta propia o informal, por lo común en el comercio, la construcción o la agricultura (Bertranou, 2007), y así sucesivamente.
Existe, por cierto, un núcleo de trabajadores asalariados estables, entre los cuales los más numerosos son los funcionarios públicos y los mandos medios de las empresas. Asimismo, hay otro grupo conformado por trabajadores por cuenta propia, asimismo estables; nos referimos, por ejemplo, a campesinos, taxistas y otros trabajadores independientes del transporte, pequeños comerciantes, profesionales independientes, así como quienes trabajan regularmente en microempresas con colegas o familiares. Muchos de ellos se encuentran afiliados a las AFP como independientes; sin embargo, todos estos estratos en conjunto suman una proporción pequeña de la población económicamente activa, en cualquier caso inferior al 10 por ciento.
Un fenómeno análogo parece afectar a la fuerza de trabajo femenina. Las encuestas del INE registran que muchas mujeres responden de modo negativo a la pregunta ¿buscó usted trabajo la semana anterior? A raíz de ello son clasificadas como inactivas. Sin embargo, son asimismo precisas las estadísticas de las AFP según las cuales todas ellas tienen una cuenta de previsión social y que la abrumadora mayoría ha cotizado en el curso de los años recientes, casi todas como trabajadoras dependientes. Las mismas estadísticas dan cuenta de que el 70 por ciento de las mujeres chilenas en edad laboral son asalariadas considerablemente activas; en el caso de los hombres, el mismo indicador alcanza un 84 por ciento (véase el cuadro 1) .
La solución de ambas paradojas parece ser que las mismas personas cambian constantemente de condición. Un día son trabajadores formales y cotizan; al día siguiente son independientes o informales y no cotizan; de vez en cuando quedan cesantes. Si son varones, generalmente siguen buscando trabajo y permanecen en las estadísticas del INE como miembros de la población activa, pero desocupados. Por este motivo, dicha estadística coincide con el número de cuentas individuales de varones que registran las AFP. Si son mujeres, en cambio, dejan de buscar trabajo más pronto, por lo que el INE las reclasifica como inactivas, hasta que el ciclo económico mejora, encuentran trabajo nuevamente y vuelven a cotizar como asalariadas. Otras veces se trata sencillamente del ciclo de las cosechas, puesto que muchas trabajan como temporeras recolectando fruta (Riesco 2009b).
La precariedad del empleo en Chile se ve agravada por la «flexibilidad laboral» tan permisiva existente. La actual legislación permite a los empresarios, por ejemplo, hacer contratos por menos de cuatro meses prácticamente sin pagar cotizaciones sociales y sin ninguna obligación específica. La mayoría de los trabajadores de supermercados, por ejemplo, tiene contratos de este tipo. Una práctica extendida en todas las grandes empresas consistía hasta hace poco en subcontratar parte significativa de su personal a empresas proveedoras de mano de obra. El 2007 entró en vigor una nueva Ley de Subcontratación[4] que prohíbe expresamente proveer mano de obra excepto en casos muy concretos. La nueva ley ha generado enfrentamientos judiciales entre diversas empresas y la Dirección del Trabajo, que ha obligado a las primeras a contratar de manera directa a miles de trabajadores contratistas. Incluso la empresa estatal del cobre (CODELCO) se halla enfrentada con la citada entidad fiscalizadora por este motivo.
Hacia mediados de la década de 1980, bajo el impacto de la crisis económica, los trabajadores organizados recuperaron cierto nivel de protagonismo en las protestas que, en definitiva, crearon las condiciones para el término de la dictadura. Sus bases sobrellevaron el peso de las luchas de entonces, aun cuando estas se desenvolvieron principalmente en las poblaciones y en las calles; pocas tuvieron lugar en los lugares de trabajo. Las protestas nacionales lograron paralizar el país en distintas ocasiones durante varios días. Fueron convocadas por organizaciones como los sindicatos del cobre y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Sin embargo, la CUT no ha logrado convocar un paro nacional exitoso desde antes del golpe militar; la única convocatoria tuvo lugar recién el 2011, en medio de la movilización estudiantil, pero si bien logró el cierre del comercio, servicios públicos y la interrupción del transporte, sus resultados a nivel de la paralización empresas no fue de significación.
Una vez acabada la dictadura, el movimiento sindical asumió un papel notablemente moderado. Concurrió en 1991 a un acuerdo marco tripartito con los empresarios y el Gobierno, a instancias de este último, y sus demandas salariales han sido muy moderadas (Murillo, 2005). Aunque de modo cada vez más crítico, ha respaldado de manera sistemática a los gobiernos democráticos, al tiempo que la coalición gobernante, formada por democratacristianos y socialistas, recibió el voto masivo de los trabajadores en sucesivas elecciones, lo que le permitió mantenerse en el gobierno hasta que fue desplazada por una coalición de centroderecha el 2009 y conservar mayoría parlamentaria hasta hoy.
La tasa de afiliación sindical fue aumentando a lo largo del siglo XX, sobre todo a partir de 1967, cuando se autorizó la sindicación campesina. En los años previos al golpe militar había superado el 20 por ciento de la fuerza de trabajo, para caer a menos de la mitad en las décadas siguientes (Illanes-Riesco, 2007). El volumen de afiliados descendió de 939.319 en 1973 a 386.910 en 1980 (Campero, 2001, pág. 7). La afiliación comienza a remontar en las postrimerías de la dictadura, hasta alcanzar un 15 por ciento de la fuerza de trabajo en 1992; luego baja nuevamente de modo continuo hasta alcanzar en 1999 un 11 por ciento, nivel que se ha mantenido hasta el 2006. La cobertura de la negociación colectiva es aún menor, alcanzando en 2004 un mínimo de apenas un 7,8 por ciento del empleo asalariado; tras dos años de leve repunte, en 2006 alcanzó un 8,6 por ciento.
De este modo, el golpe militar causó una quiebra abrupta en lo que respecta al poder e influencia de los trabajadores. Un buen ejemplo de ello es el comportamiento de la actividad huelguística, que había crecido con fuerza durante el período desarrollista. Alcanzó su máximo nivel durante los años sesenta y principios de los setenta, cuando casi uno cada cinco trabajadores participó anualmente en alguna huelga o paro. En cambio, a partir del golpe militar la cifra bajó a menos de uno de cada doscientos trabajadores entre 1973 y 1981, proporción que se mantuvo en buena medida hasta el término de la dictadura. La actividad huelguística repuntó levemente en el curso de los años noventa, hasta alcanzar una participación media de seis de cada cien trabajadores por año (Braun y otros, 2000).
Los cambios señalados del sistema de relaciones laborales y de la estructura del empleo tuvieron repercusiones notables en los salarios y la participación del factor trabajo en la renta nacional y, por consiguiente, en la distribución del ingreso. Si se considera el período estudiado en su conjunto −desde el año 1929 al 2006 −, los salarios reales promedio se multiplicaron más de cuatro veces. Sin embargo, el mejoramiento tuvo lugar exclusivamente durante el período desarrollista, ya que descendieron de manera brutal tras el golpe de Estado, lo que apenas ha logrado ser compensado con la recuperación salarial posterior a 1990.
La política de los gobiernos democráticos en materia de remuneraciones ha sido, en general, conservadora. Tuvo el objetivo explícito de mantener los incrementos salariales reales por debajo del incremento en la productividad, lo cual implica forzosamente una merma de la participación del factor trabajo en el producto nacional. Ahora bien, se hicieron excepciones significativas a esta regla en el sector público y en cuanto al salario mínimo. Este se había recortado al extremo tras el golpe militar − reduciéndose a menos de un tercio de su nivel anterior − y se mantuvo en niveles muy bajos hasta 1990. En ambos casos, los reajustes fueron significativos, alcanzando un promedio superior a 10 por ciento por año en términos reales durante toda la década de los noventa. Aún así, las remuneraciones de franjas importantes de funcionarios públicos, como el profesorado, por ejemplo, todavía no han recuperado su poder adquisitivo anterior al golpe militar. El promedio general de salarios de todos los trabajadores del país alcanzó dicha meta en diciembre de 1999 (gráfico 2). A 2011, el índice de salarios reales del 2010 se encuentra un 40 por ciento por encima del nivel que alcanzó antes al golpe militar, cuatro décadas atrás, lo que arroja un incremento promedio de 0,8 por ciento anual (CENDA, 2006b y 2007a).
La remuneración del factor trabajo considerado en su conjunto − que se define en el presente trabajo como las remuneraciones promedio multiplicadas por número de personas en la fuerza de trabajo − creció más de veinte veces de 1929 a 2006. Durante el desarrollismo, ello se debió principalmente al crecimiento rápido de los salarios promedio (3,1 por ciento anual), así como al más moderado de la fuerza de trabajo (1,6 por ciento anual). Durante el Consenso de Washington, por el contrario, se debió al crecimiento muy rápido de esta última (2,6 por ciento anual), que compensó en parte el desplome salarial ocurrido durante la primera década de dictadura (una caída del 2 por ciento anual en promedio entre 1971 y 1981) y su estancamiento en el período en su conjunto. El detrimento de los trabajadores de 1971 a 2006 fue severo, ya que el alza de la remuneración general del factor trabajo (3,2 por ciento anual) fue inferior al crecimiento del PIB (3,8 por ciento anual), a pesar de haberse producido un incremento rapidísimo de la población económicamente activa.
La variación de las remuneraciones reales es − de lejos − el factor que más incide en la distribución del ingreso. Las cifras expuestas demuestran de modo fehaciente que la distribución del ingreso cambia muy profundamente en Chile a lo largo del siglo XX. Durante el período desarrollista, el PIB se multiplica por 3,7 mientras la remuneración general del factor trabajo se multiplica por 6,8 y el PIB por trabajador casi se duplica. En cambio, durante el Consenso de Washington el PIB se vuelve a multiplicar por 3,7, pero la remuneración general del factor trabajo solo aumenta tres veces, lo que implica un retroceso relativo, significativo (CENDA, 2007a, anexo, pág. 4, tabla 4). Estas cifras contradicen tajantemente un estudio del Banco Mundial (De Ferranti y otros, 2004), según el cual la desigualdad en América Latina es un problema secular que no ha sufrido muchas variaciones desde los tiempos coloniales ni se ha visto agravado por las políticas del Consenso de Washington. Al menos en Chile no es así.
La recuperación de los salarios y el fuerte incremento del empleo habidos a partir de 1990 han sido los factores decisivos en la disminución de la pobreza e indigencia. Según la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN), hacia el final de la dictadura (1987) el 45,1 por ciento de la población vivía con recursos inferiores a la línea de pobreza; en 1990, la proporción era todavía del 38,6 por ciento y había dentro de este estrato un 13 por ciento de la población en condiciones extremas (por debajo de la línea de indigencia). Estas proporciones se habían reducido ya al 13,7 por ciento y el 3,2 por ciento, respectivamente, en 2006 (Ministerio de Planificación, 2007).
No obstante, se ha mantenido muy alta la desigualdad de ingresos valorada con el coeficiente de Gini (medición entre 0 y 1, en donde 0 corresponde a la igualdad absoluta y 1 a la desigualdad absoluta). Su valor era de 0,554 en 1990, luego subió ligeramente a 0,564 en 2000 y mejoró después bajando a 0,522 en 2006 (CEPAL, 2009) y subió levemente a 0,526 en 2009 (OECD, 2012). La nueva conceptualización acerca de la distribución del ingreso, que considera principalmente la relación entre el uno por ciento verdaderamente rico y el 99 por ciento restante, basada no en las encuestas de hogares sino en los datos de impuestos, muestran que en los EE.UU. los primeros se han llegado a apropiar casi un cuarto del ingreso total y dicha porción se ha más que duplicado en las últimas tres décadas (Atkinson, Picketty and Saez, 2011; CBO 2011).
Para el caso chileno, las estimaciones preliminares al respecto son aún más lapidarias. Los ingresos de todas las familias que responden la encuesta de hogares, denominada CASEN, que representan a más del 99 por ciento de la población del país, en conjunto son inferiores al 47 por ciento del PIB el año 2009. Puesto que el Banco Central de Chile estima el consumo efectivo de las personas en 67 por ciento del PIB el 2009, ello implica que aún suponiendo que la totalidad de los ingresos de las familias de la CASEN se destinasen al consumo, el menos de uno por ciento del la población que no se refleja en dicha encuesta, daría cuenta de más de un tercio del consumo total. Los ingresos de las familias que conforman el universo de la CASEN representan poco más que los ingresos del trabajo, que al 2009 sumaron el 40,6 por ciento del PIB el 2009, según el Banco Central y que incluyen la masa de salarios, que representa poco más de un cuarto del PIB según datos de la Superintendencia de Pensiones y otros ingresos del trabajo. Los excedentes de explotación, los estima el Banco Central en 48,7 del PIB el 2009, correspondiendo el 10,8 por ciento del PIB restante a impuestos netos de subvenciones. Es decir, la parte del ingreso apropiada por los dueños del capital, que en su mayor parte corresponden al 1 por ciento más rico, excede con creces los ingresos del trabajo y de las familias que responden la CASEN (CENDA 2012a).
**Cambios en el régimen de bienestar social**
La acción del Estado chileno −y especialmente sus políticas sociales− logró frutos bien notables. Los mayores avances tienen lugar durante el desarrollismo porque, llegada la dictadura, las instituciones de política social sufren un severo desmantelamiento y luego se estancan en la etapa del Consenso de Washington considerada como un todo (gráfico 4). Comparando los datos del primer período correspondientes a los años sesenta con los del segundo (1973-2006), el ritmo anual de crecimiento del gasto fue más del triple en educación y más o menos del doble en salud . En conjunto, duplican el ritmo de crecimiento del PIB durante el primer período y crecen sustancialmente menos que éste en el segundo. Dicho de otro modo, a lo largo del desarrollismo se verificó un alza sostenida del gasto público destinado a estos rubros (medido en porcentaje del PIB), mientras que ocurrió lo contrario durante el conjunto del segundo período (CENDA, 2007a, anexo, pág. 5, tabla 5).
Si nos limitamos a la última etapa democrática, el gasto público social del Estado central, que equivalía a un 12 por ciento del PIB en 1990-1991, subió a un 15 por ciento en 2000-2001 y bajó a un 12 por ciento en 2006, para recuperarse durante la crisis hasta el 15,6 por ciento el 2010. (DIPRES, 2011). Hay que considerar también que, a partir de 1981, la mayor parte del gasto público social se destina al pago de pensiones y otros beneficios previsionales, los que absorbieron el 38 por ciento del mismo entre 1990 y 2010; hasta 1981 se financiaban íntegramente con las contribuciones a la seguridad social, que dejaban un excedente de un tercio (Cerda, 2011a); desde que se abandonó el sistema de reparto en 1981, las cotizaciones se desvían íntegramente a los mercados financieros.
A lo largo del desarrollismo se crearon sistemas públicos de tipo universal que alcanzaron amplia cobertura. Durante el período siguiente, en cambio, se acometió la privatización de los mismos, que se logró en buena medida en pensiones y educación, aunque mucho menos en salud. Al cabo de tres décadas de privatización, los beneficios de los servicios públicos sociales han ido a parar a los mercados financieros, los prestadores privados y una exigua minoría de la población que percibe altos ingresos (con no pocos problemas aun para estos últimos); adicionalmente, ha representado un elevado costo para el fisco. Por otra parte, se abandonó la concepción universal en favor de la «focalización» en los sectores más pobres de un gasto público reducido. Ello ha permitido aliviar en algo su situación, especialmente la de los indigentes. En cambio, la mayoría de la población, incluidas las clases medias asalariadas, ha quedado desprotegida y forzada a incrementar fuertemente sus pagos a la industria privada de servicios sociales, al tiempo que la apertura indiscriminada del país a la globalización hacía más precarios sus empleos y más insegura su condición general.
La evolución de la educación, el más grande de los sistemas públicos sociales, refleja bien esta situación. Los avances globales a lo largo de un siglo son, sin duda, impresionantes. El analfabetismo se extinguió prácticamente a principios de los años setenta y la cobertura del nivel educativo básico ya en 1990 alcanzó una tasa neta del 90 por ciento, que equivale a tasa brutas superiores al 100 por ciento. En cuanto a la educación media, la tasa neta en 2006 era del 70,9 por ciento, que equivale a una tasa bruta del 96,5 por ciento (Ministerio de Educación, 2008) y, a nivel terciario, en 2009 se alcanzó una cobertura bruta del 46 por ciento[2]. Comparado con otros países de la región, Chile aparece relativamente bien posicionado en estos indicadores.
Sin embargo, se observa un fuerte contraste entre los resultados del período desarrollista y los cosechados durante los años del Consenso de Washington. Lo más significativo es que aparece una discontinuidad muy marcada entre ambos en la etapa posterior al golpe militar de 1973: las cifras educacionales de matrícula y gasto por alumno, que venían mejorando con celeridad hasta 1973, retroceden bruscamente en la década siguiente y, aunque se recuperan a partir de 1990, lo hacen solo de manera parcial. De este modo, durante las tres décadas del Consenso de Washington, consideradas en su conjunto, el sistema educacional da muestras de estancamiento, lo cual trae las graves consecuencias que se han puesto de manifiesto últimamente.
Si bien el 30 por ciento de la población total del país estaba matriculada en el sistema educacional público en 1974, a fines de la dictadura dicha proporción se había reducido al 25 por ciento, considerando tanto el sistema público como el privado, y al 2009 no supera el 26 por ciento. Al mismo tiempo, ha bajado la proporción de niños y jóvenes respecto de la población total, lo cual ha permitido que la cobertura educacional aumente e, incluso, se complete en los niveles básico y medio. Sin embargo, la disminución del ritmo de incremento del número de matriculados se ha traducido en un retraso relativo del país en el nivel terciario. En otras palabras, la consecuencia del estancamiento anotado es que Chile mantiene niveles mediocres de cobertura terciaria, muy por debajo del líder regional, Argentina, que para el 2008 llegó a un 70 por ciento de cobertura bruta, y a bastante distancia de países como Corea del Sur, que han logrado un 98 por ciento de cobertura bruta en ese nivel (CENDA, 2011e, 2011e; Riesco 2012). Ello se suma a las notorias deficiencias de calidad y equidad del sistema educacional, que han motivado la crisis y reforma del mismo actualmente en curso.
La movilización del 2011 puso en evidencia la crisis del sistema privatizado de educación superior. Si bien este nivel ha sido el único en el cual la matrícula ha crecido significativamente en las últimas décadas: entre 1990 y 2009, las matrículas del nivel superior crecieron a una tasa anual de 6,8 por ciento anual. Se recuperaron en parte del estancamiento del período dictatorial, cuando crecieron un promedio de apenas 3,5 por ciento anual entre 1974 y 1990, tras caer un -2,3 por ciento anual entre 1974 y 1982. Sin embargo, nunca se han recuperado los ritmos de incremento logrados al culminar el período desarrollista, cuando alcanzaron una tasa de incremento de 13 por ciento anual en promedio entre 1960 y 1974. Dicha tasa se aceleró a consecuencia de la Reforma Universitaria, que logró duplicar la matrícula total de las universidades entre 1967 y 1974, al tiempo que modernizó las instituciones y alcanzó la gratuidad.
Su financiamiento se ha venido descargando crecientemente en los pagos de los alumnos, mientras el Estado ha reducido su aporte a menos del 15 por ciento del total al 2009 (OECD, 2011). Han alcanzado niveles insostenible, puesto que los cobros promedio por alumno de una carrera universitaria, que ascienden a poco más de dos millones de pesos (unos cuatro mil dólares) anuales, equivalen a un mes de ingresos promedio de las familias del quintil más acomodado de la población y a tres meses en el caso del quintil que le sigue; las carreras más caras triplican dicho promedio. Ello se ve agravado por los intereses y gabelas de créditos subsidiados por el Estado, a los cuales deben recurrir poco menos de la mitad de ellos. Por otra parte, dichos pagos no alcanzan a cubrir la tercera parte del presupuesto en el caso de las cinco o seis universidades de mejor calidad, las que con serias dificultades mantienen su matrícula estancada a un nivel inferior al de cuatro décadas atrás y mantienen a más de la mitad de los académicos jornada completa y una proporción mayor de aquellos con grado de doctor y producen prácticamente toda la investigación científica, del país. En cambio, han florecido más de una cincuentena de “universidades,” que sólo realizan docencia de dudosa calidad, con académicos en condiciones laborales precarias. A pesar que el lucro está prohibido por ley, éstas últimas resultan un buen negocio y algunas se transan en decenas de millones de dólares; su “lobby” tiene una influencia que excede su cifra de negocios, puesto que numerosos cuadros superiores de los partidos políticos de derecha y otros, se financian con cargos en dichas instituciones (CENDA 2006b, 2011e; Riesco 2012).
**¿Nace un nuevo modelo desarrollista también en Chile?**
Las manifestaciones estudiantiles del 2011 han sido las más masivas de la historia del país, mayores incluso a las que impulsaron la reforma universitaria de los años 1960, que transformó por completo el sistema educacional de entonces y abrió paso a la movilización general que culminó en las grandes realizaciones del gobierno del Presidente Allende. Más allá de sus demandas específicas, pusieron de manifiesto la pérdida de legitimidad de las instituciones políticas de la transición, como muy bien lo describió un editorial del diario británico Financial Times en agosto de ese año, comentando las grandes marchas estudiantiles: “Diseñadas para salvaguardar el modelo económico y social heredado de Pinochet, su fosilización ha vaciado de toda representatividad a las instituciones estatales” (FT 2011). Este proceso se encuentra en pleno desarrollo y su desenlace es, desde luego, incierto. Sin embargo, el país se ha visto sacudido por grandes movilizaciones sociales en cada década del pasado siglo, con la notoria excepción de las dos recién pasadas durante las cuales el acelerado crecimiento económico “levantó todos los botes, aunque unos mucho más que otros,” como escribió el diario británico en el mismo editorial citado; adicionalmente, la población aceptó el lento ritmo de avance impuesto por la transición a la democratización del país, preocupada de evitar un eventual retorno de la dictadura cuyo término significó un costo tan elevado en luchas callejeras y sangrienta represión, durante la década de 1980. Todo eso terminó con la descomposición que sufrió la Concertación de Partidos por la Democracia, coalición de centroizquierda que gobernó a lo largo de este período, y que la condujo a la derrota en las elecciones del 2009 a manos de una coalición de centroderecha encabezada por Sebastián Piñera, uno de los grandes multimillonarios engendrados por la dictadura. El contenido del programa de cambios que propugna el movimiento social y la actual oposición política en la cual se han reunido los partidos de la Concertación y los Comunistas, y que cuenta con el apoyo de la abrumadora mayoría de la población, es bastante claro: completar la democratización para corregir las grandes distorsiones que el extremismo neoliberal ha introducido en la estrategia estatal de desarrollo del país, principalmente, recuperar los recursos naturales que se han apropiado un puñado de grandes corporaciones rentistas, principalmente extranjeras, y reconstruir un moderno Estado de bienestar, para corregir las desigualdades que la propia Iglesia Católica ha calificado de escandalosas. Dicho camino no es muy diferente al que vienen impulsando los nuevos gobiernos desarrollistas en América Latina desde los inicios del presente siglo (Riesco 2012).
*Artículo preparado para: «Globale Perspektiven Sozialpolitik Befunde auf aus Asien, Afrika und Lateinamerika,» publicado por la University of Kassel*