Sin duda que, a lo largo del tiempo, se han ensayado diversas aproximaciones para fundamentar
un orden social determinado o la necesidad de su transformación, desde el inmovilismo absoluto,
por mandato divino hasta la posibilidad de un cambio revolucionario capaz de barrer con el orden
anterior para instaurar uno nuevo, radicalmente distinto. La Revolución Francesa, a pesar de sus
propias marchas y contramarchas y de la amenazante oposición de todos sus vecinos coronados,
fue capaz de desarticular el feudalismo heredado del Medioevo, estableciendo las bases de lo que
hoy se conoce como Estado de Derecho, el que ha regido en una creciente mayoría de naciones
durante los últimos siglos.
Pero el éxito de este proceso revolucionario, tal vez único en la historia, no se debió al azar o a
la suerte sino que a una particular alquimia social que caracterizaba a la sociedad francesa de
su tiempo. En las postrimerías de la Edad Media, la revitalización de la vida urbana gracias al
florecimiento de los burgos hizo posible la irrupción de la burguesía (de ahí su nombre), una nueva
clase social que se incrustó en la rígida estructura medieval. Ya en el siglo XVIII, los burgueses
acumulaban casi la totalidad del poder económico mientras que la nobleza, que aún concentraba
el poder político, se encontraba prácticamente quebrada y se veía forzada a imponer al pueblo
duras cargas impositivas para cubrir sus enormes gastos, generando un descontento creciente. La
formación de numerosos clubes y sociedades secretas de inspiración masónica, montados sobre
el riquísimo tejido social también heredado de la Edad Media, ámbitos en los cuales se discutían
las nuevas ideas propuestas por los enciclopedistas y se difundían a través de innumerables
periódicos y pasquines, fueron el fermento intelectual y organizativo de la revolución.
Marx se basó en esta rica experiencia, así como en numerosos trabajos teóricos anteriores para
instalar definitivamente a la lucha de clases como motor del proceso histórico y factor modelador
de las sociedades, incorporando al esquema una nueva clase social, el proletariado, producto a su
vez de la actividad industrial de la propia burguesía. “La historia (escrita) de todas las sociedades
existentes hasta ahora es la historia de la lucha de clases” dice el Manifiesto Comunista, de
manera que para el marxismo, el siguiente paso dialéctico debía conducir necesariamente
hacia la dictadura del proletariado. Por ello consideraba que Alemania, dado su alto nivel de
industrialización muy superior al de otras naciones europeas, era el país que reunía las condiciones
óptimas para que cuajara la revolución proletaria. Pero curiosamente y por esas paradojas de
la historia, el sueño marxista nunca tuvo lugar allí sino que en Rusia, un país atrasadísimo y con
una estructura social agrícola y feudal. Si bien parecía una buena idea que contaba además con
un importante aval empírico reciente, la historia, que nunca cesa de mutar, ha terminado por
desmentirla, al menos en su formulación más radical.
Aunque fueron contemporáneos, podemos ubicar a Nietzsche en una posición casi opuesta, pues
postuló que las transformaciones culturales y sociales descansan sobre las poderosas espaldas de
seres humanos excepcionales (los llamó alciónidas) que son capaces de crear valores nuevos y no
aceptan someterse al status quo. Espíritus libres que danzan sobre el abismo de lo desconocido
con pies ligeros, rechazando la seguridad de las convenciones propias de la sociedad de su tiempo
para ejercer en plenitud su voluntad de poder (que no tiene ninguna relación ni similitud con
la avidez por el poder en cuanto institucionalidad), opuesta a la atracción de la nada propia
del nihilismo. Estos personajes no se refugian en una perfección idealista (apolínea) sino que
son capaces de sumergirse en la vida y asumirla tal cual es para salir luego de allí fortalecidos y
transformados, con la capacidad nueva de iluminar el mundo a su alrededor. Esta exigencia de
compromiso personal y apasionado distancia a Nietzsche de Marx (seguidor de Hegel, no hay que
olvidarlo), quien veía al proceso revolucionario como una especie de trayectoria preestablecida
por determinadas condiciones objetivas; una diferencia no menor, desde la perspectiva del
sentido de la acción para el individuo actuante, pero ese es otro tema.
Para terminar esta apretada (e incompleta) síntesis, el filósofo español Ortega y Gasset, reunió el
componente objetivo y el subjetivo, el factor individual y el colectivo al situar a las generaciones
como protagonistas del cambio social. Porque lo que se enfrenta en la dialéctica generacional
no son edades o ideas distintas sino que sensibilidades distintas. La noción de sensibilidad, que
pareciera ser un atributo individual, fue ampliada por Ortega hacia un conjunto social que la
comparte y al que definió como generación (los coetáneos). De manera que dicha sensibilidad
naciente lucha por imponerse en el paisaje social, en oposición con aquella más vieja que ya está
instalada y este choque generacional es el que impulsa los cambios, en un proceso incesante
de superación de lo viejo por lo nuevo. La efervescencia juvenil a mediados del siglo XX pareció
validar esta tesis, sin embargo, ese movimiento se detuvo abruptamente y de ahí en adelante
las generaciones se “abismaron” entre sí, dejando inconclusa la prueba empírica. Así, las cosas
volvieron a la “normalidad” durante medio siglo y todos sabemos muy bien lo que ha sucedido en
el transcurso de este largo período, en el que no se ha cuestionado prácticamente nada: el sistema
y sus usos se consolidaron, la globalización terminó de consumarse, hasta llegar a la caótica
situación social en la que hoy nos encontramos. Nos guste o no, la pasividad cobra un alto precio.
En los últimos años, se ha vuelto a imponer el dogma del inmovilismo social en torno al
pensamiento único basado en un modelo economicista a ultranza, con el agravante de que
en el camino se ha ido desarticulando el tejido humano y se ha detenido casi por completo
la elaboración de nuevas ideas. Aun cuando esta aparente detención no sea más que otra
ilusión, puesto que la tecnología sigue modificando el paisaje social a un ritmo vertiginoso, la
desactivación del choque dialéctico, cualquiera sea su marco explicativo, y la desaparición de los
espacios de discusión sobre propuestas distintas a la oficial han permitido la irrupción de un nuevo
poder: el capital financiero internacional. Este “neo-absolutismo” ha gobernado el mundo sin
ningún contrapeso para su propio beneficio, tal como ha quedado en evidencia durante las últimas
crisis, pero no parece existir en la sociedad el “tono” vital suficiente como para oponérsele, con lo
cual seguimos avanzando alegremente hacia el desastre.
La probabilidad de que los actuales movimientos sociales emergentes lleguen a contradecir a este
poder absoluto global parece bastante exigua por ahora, sobre todo porque quizás el momento
de la vieja dialéctica haya pasado y a estas alturas, no quede otra opción más que levantar
una realidad paralela a espaldas del poder. Eso va a depender, en definitiva, de la capacidad
para recomponer los vínculos humanos en la base social y con ello reconstruir los ámbitos
de comunicación aptos para reflexionar y trabajar en conjunto en la elaboración de nuevas
respuestas. ¿Estaremos aún a tiempo? El margen con el que contamos ya es suficientemente
pequeño, de manera que urge tomar conciencia acerca de la necesidad imperiosa de avanzar
desde la mera catarsis colectiva hacia una acción sostenida con dirección y propósitos claros. Ese
es el desafío que nos plantea el momento histórico, de cara a un futuro inmediato.
Como hemos visto, no resulta en absoluto fácil establecer con exactitud y rigor los factores que
hacen posible las transformaciones sociales intencionales, porque la realidad es demasiado
compleja y las corrientes de la historia tienen su propia inercia. Solo podemos señalar que no se
trata de puro voluntarismo ni tampoco de una dinámica colectiva indiferente a la participación
individual. Tal vez se podría hablar de libertad entre condiciones, por lo cual resulta indispensable
analizar a fondo las circunstancias epocales al momento de diseñar los cursos de acción posibles.
Como sea, se trata de proyectos de alta complejidad pues su realización implica la movilización
y el esclarecimiento de números importantes de personas, en medio de una realidad móvil y
cambiante. Por ello, la decisión de abordarlos solo puede sustentarse en una apreciación muy
lúcida respecto de la situación crítica y hasta peligrosa en la que puede encontrarse la sociedad en
un momento del tiempo, tal como sucede hoy.