El Presidente dijo -hace dos días- en una ceremonia académica: «La educación es un bien de consumo». El nuevo vocero de Gobierno salió inmediatamente a aclarar lo que el Presidente habría querido decir con sus palabras, pero su aclaración fue demasiado larga y poco clara como para convencer a nadie de que en realidad el Presidente no había dicho lo que había dicho. En este caso, no creo que estemos ante un lapsus o una frase sacada de contexto. Y si fue un lapsus, lo fue tal como lo entendían Freud y los psicoanalistas: como la irrupción de un contenido latente o reprimido. Lo que afirmó le salió de lo más hondo de su inconsciente, de su ser más profundo.
En su trayectoria empresarial y como inversionista, el Presidente ha tenido que ver la realidad y apropiarse de ella siempre en términos de ganancia o pérdida económicas. Esa manera de ver el mundo le dio muy buenos resultados en el ámbito de los negocios, donde esas categorías son pertinentes y necesarias. Pero en otras esferas esas mismas categorías pueden volverse no sólo inoperantes o distorsionadoras, sino aberrantes e insolentes, sobre todo en un país como este, que se ha construido desde una educación pensada por humanistas de la talla de Andrés Bello o del gran Jorge Millas.
No todo puede ser reducido a variables puramente económicas. Hay dimensiones humanas en las que todavía impera la gratuidad y no campea el pensar calculante. Y digo todavía, porque los nuevos materialistas, los reduccionistas económicos, a estas alturas sienten que todo, absolutamente todo, puede ser un «bien de consumo», un «insumo», una «inversión» o un commodity .
Así como los marxistas de viejo cuño creyeron entender al hombre y la sociedad con las simplistas categorías de «lucha de clases», «burguesía» y «proletariado», este nuevo fundamentalismo económico nos va a llevar al despeñadero al que siempre terminan por llevar las teorías explicativas reductivistas, convertidas en verdades y aplicadas mecánicamente y con fervor mesiánico en todos los ámbitos del quehacer humano. Marx y Friedman fueron intelectuales brillantes de su tiempo, pero sus discípulos suelen ser peligrosísimos: coinciden en el mismo tipo de violencia teórica que le infligen a la realidad humana, al hacer calzar -a la fuerza y al costo que sea- todo, absolutamente todo, dentro de sus matrices interpretativas, convertidas en las nuevas tablas de la ley.
Lo que el Presidente dijo o no quiso decir me sumió en una honda perplejidad. Soy profesor hace varias décadas; ergo -desde su punto de vista-, yo también soy un bien de consumo. ¿Y el amor al conocimiento, la pasión por enseñar que comparto con miles de profesores anónimos que han escogido esta profesión, son entonces una inversión o un commodity ?».
Entonces, Gabriela Mistral con su «La oración de la maestra», y Aristóteles, Sócrates, Abelardo, Jesús y todos los grandes maestros de Occidente, ¿se equivocaron al pensar que estaban trabajando con almas, con seres y no con bienes transables en el mercado? ¿Fue una ilusa Gabriela Mistral cuando dijo: «Como los niños no son mercancías, es vergonzoso regatear el tiempo en la escuela; pertenecemos a la escuela en todo momento que ella nos necesite»? ¿Se dilapida, se pierde el tiempo en educación cuando se piensa así? ¿Cuánto vale «El sermón de la montaña»? ¿Y cuánto la «Apología de Sócrates»?
Los dichos del Presidente me hicieron recordar las aprensiones del poeta Ezra Pound, quien, alertado por el efecto devastador que puede tener la usura en nuestra civilización, dijo en su Cantar XLV: Con usura «ninguna pintura está hecha para durar o vivir en ella, sino sólo para venderse,/ venderse con avidez (…)./ Piero de la Francesca fue ajeno a la usura (…)./ La usura trae herrumbre al cincel,/ enmohece al artesano y su oficio,/ corroe el hilo del telar». ¿Cuánto valen hoy estos lúcidos versos de Pound?