Una de las primeras reacciones que gobiernos como los de Bolivia, Ecuador o Argentina (para citar
algunos), han tenido que enfrentar es la de las grandes empresas mediáticas que, argumentando
su obligación de posición crítica y de *“control”* y escudados en un derecho consagrado como la
libertad de expresión, reducida muchas veces a libertad de prensa, han emprendido verdaderas
campañas de sistemática oposición política.
En Ecuador esta tensión, evidente desde el inicio mismo del proceso de la denominada Revolución
Ciudadana, ha ido en aumento hasta constituirse en uno de los puntos clave de la agenda política
del gobierno del Presidente Correa. La confrontación es permanente. A partir de ella y tal vez por
primera vez en el país, el debate sobre el poder de la prensa, sus alcances, su modo de operar, sus
vinculaciones económicas y políticas y un amplio abanico de temas relacionados, se ha convertido
en un debate cotidiano, en un tema sobre el que los ciudadanos de a pie comienzan a opinar y
tomar postura y, claramente, en un eje de construcción democrática.
Conviene entonces leer los acontecimientos de la semana que termina en un contexto amplio: el
de la disputa contra el poder de las empresas mediáticas y, sin duda, el del delicado terreno de
los derechos a la comunicación, la libertad de expresión, de opinión, etc. Leerlos fuera de este
contexto nos deja en el estricto y sinuoso terreno del proceso judicial que, por otra parte, tiene
todavía un largo trecho por recorrer, antes de llegar efectivamente a término.
El hecho concreto, ampliamente difundido, es la sentencia que en primera instancia ha dictado
un juez, ante la demanda presentada por el ciudadano Rafael Correa contra el periodista Emilio
Palacio y tres de los dueños del Diario El Universo. El motivo: la aseveración del periodista
Palacio, en su columna habitual de opinión, de que “El Dictador” ordenó disparar contra el hospital
en el que estaba retenido el día 30 de septiembre, aunque allí se encontraban civiles inocentes. De
hecho, la columna termina aludiendo a un crimen de lesa humanidad.
La demanda por injuria calumniosa contra el periodista y por acción coadyuvante contra el Diario
y sus dueños ha seguido el proceso judicial correspondiente y la sentencia, al momento, es de
tres años de cárcel para los acusados y una indemnización que asciende a cuarenta millones de
dólares. El presidente Rafael Correa ha expresado que este dinero irá a la Reserva Yasuní-ITT.
La sentencia produjo, como era de esperarse, la inmediata reacción de las empresas mediáticas de
los países de la región, de organizaciones internacionales, de las asociaciones de medios privados
en el país y también, como ha sido ampliamente difundido, de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos.
Con diferentes énfasis y argumentaciones, todas las reacciones alertan sobre la amenaza que
este hecho representa para la libertad de expresión en el país, el efecto amedrentador que
tendrá sobre periodistas y medios, el peligro para el ejercicio de un periodismo libre y crítico,
el riesgo para la democracia en el país y la necesidad urgente de eliminar toda penalización del
ejercicio periodístico. Sin duda, todos estos temas son centrales en un debate por el Derecho a
la Comunicación y vitales para la democracia. De su valor, importancia y obligación de proteger
a periodistas y medios de todos estos peligros nadie, con sentido común y espíritu democrático
podría dudar. Sin embargo, parecería importante, complejizar la lectura del hecho con otros
elementos que también caben en un debate amplio y juicioso.
Cabe por ejemplo plantearse si la libre expresión y la libre opinión, cuando se publican en un
medio, deben o no tener algún límite. Tener la posibilidad de expresar opinión en un espacio
público y masivo es tener un poder que no tod@s l@s ciudadan@s tienen. Es por tanto una
responsabilidad y cabría entonces que tenga algunos límites.
Cabe también preguntarse cómo, desde un planteamiento de respeto a los derechos de tod@s,
se protegen los derechos de quienes podrían ser objeto de calumnias, injurias, acusaciones no
probadas en un medio, sabiendo además que, la inmensa mayoría de l@s ciudadan@s no tienen
acceso a esos medios.
Otra pregunta más, que complejiza la reflexión, es en qué punto de marca el límite de la
responsabilidad del periodista y la responsabilidad del medio. Sabido es que, en la realidad de la
práctica periodística, el ejercicio de la libertad de expresión y opinión con frecuencia está limitado
por los intereses políticos y económicos de los dueños de los medios. Sin embargo, curiosamente,
el argumento de esa misma libertad de expresión y opinión es esgrimido por el medio cuando
se siente amenazado, enfatizando que no se puede hacer responsable por la opinión de sus
columnistas. Terreno pantanoso en el que las fronteras son móviles, según lo que convenga.
Y para el momento actual del Ecuador, llama la atención que rápidamente el hecho concreto se
haya vinculado desde las empresas mediáticas, con el discurso de la *“mordaza”* y la *“censura”* que
el gobierno quiere imponer a la prensa libre, confundiendo el debate y buscando situar la atención
fuera de los temas centrales de la ley: la redistribución de la propiedad de los medios, los límites
a los monopolios y oligopolios, la igualdad de condiciones para el uso del espectro radioeléctrico,
el impedimento de propiedad cruzada, en fin, los límites a los múltiples negocios de las empresas
mediáticas.
En medio de este terreno delicado, donde tantos derechos están en juego y tanto poder también,
hay un precedente que se está sentando y que le hace bien a la aspiración de sociedades
democráticas: el poder mediático no es intocable. El mito se fisura.
*“…La lucha por la plena vigencia de los derechos humanos lleva necesariamente al
cuestionamiento de los poderes actuales, orientando la acción hacia la sustitución de estos por los
poderes de una nueva sociedad humana”* Silo, Cartas a mis Amigos, Novena Carta