**El choque cultural**
No se sabe en este momento quién está más traumatizado, si el brillante economista que iba a salvar a la humanidad de la crisis financiera y se ve ahora degradado a la categoría de infame criminal, o el pueblo que aspiraba a un alivio y planeaba elegirlo como jefe y se ve ahora una vez más en el papel de testigo impotente de la violencia de Estados Unidos.
Al abordar el tema, los franceses buscan excusas para el sistema judicial anglosajón cuyos mecanismos están viendo en marcha. Es cierto que ya habían visto esa parodia de justicia en las series de televisión, pero no creían que aquello pudiera ser real. Y tampoco quisieron saber anteriormente del sistema extrajudicial, como tampoco quisieron saber de Guantánamo ni de las prisiones secretas. Algunos comentaristas [franceses] han tratado de explicar la rudeza de la policía estadounidense y del primer juez como un deseo de dar el mismo tratamiento a débiles y poderosos. Todos han tenido sin embargo la ocasión de leer los trabajos de ilustres sociólogos que demuestran que en ese inicuo sistema el dinero es dueño y señor y que la justicia tiene un carácter clasista.
Los franceses han aceptado también sin protestar los reproches de la prensa anglosajona. Se ha publicado que todo es culpa de la prensa francesa que, en nombre del respeto de la vida privada, no investigó la vida sexual desenfrenada del señor Strauss-Kahn. Los puritanos argumentan seguidamente que todo aquel que seduce a las mujeres de forma ostensible, llegando a hostigarlas y a veces a presionarlas, es un violador potencial. O sea, «¡Quien roba uno roba un ciento!» La portada de la revista estadounidense Time representa a DSK y a los que son como él con la imagen de puerco. Nadie ha señalado que el acusado dirigía el FMI y vivía en Washington desde hace 3 años sin que la prensa anglosajona, que tanto se preocupa ahora por dar lecciones de periodismo, se ocupara anteriormente de investigar sus supuestos vicios.
Como la acusación ya abrió el camino a la sospecha, todo el mundo se acuerda ahora –aunque un poco tarde– que DSK trató de forzar en 2002 a Tristane Banon, una bella periodista francesa. Ante una solicitud de entrevista, DSK la invitó a un apartamento particular, en el histórico barrio parisino conocido como Le Marais. Allí recibió a la muchacha en un piso de gran tamaño, que ni siquiera estaba amueblado, exceptuando una gran cama. Y como la bella no se entregaba al libertino, este último la golpeó. ¿Será que en Nueva York la violencia invadió al hombre galante transformándolo en criminal?
Nada permite imaginar ese escenario, sobre si se tiene en cuenta que DSK no es precisamente un solterón amargado. Está casado con una estrella de televisión, Anne Sinclair, que fue la periodista favorita de los franceses antes de dejar su profesión para acompañarlo, a él, en su carrera. Los franceses volvieron a verla en el tribunal, durante la presentación de Dominique Strauss-Kahn ante el juez, con unos años más pero tan bella y voluntariosa como siempre. Nieta de un gran comerciante de obras de arte, Anne Sinclair dispone de una confortable fortuna familiar. Llegó de París y pagó sin vacilación un millón de dólares de fianza, además de ofrecer una garantía bancaria suplementaria de 5 millones de dólares. O sea, esta mujer más que adinerada estaba dispuesta a todo por sacar a su esposo de las fauces de la justicia estadounidense, actitud que la hacía más admirable aún. La esposa que solía acompañarlo a La Chandelle, un club parisino de intercambio de parejas, no le hacía pagar sus infidelidades.
Ninguna nación digna de ese nombre hubiese tolerado que una personalidad considerada aspirante a la presidencia de la República y a ser el máximo representante del país apareciera esposada entre los esbirros del FBI, que lo metieran en un vehículo policial como un vulgar delincuente y que lo exhibieran ante un tribunal sin haber ni siquiera la posibilidad de afeitarse. Lo más probable es que la gente asediara la embajada estadounidense cantando himnos patrióticos. Nada de eso ha sucedido en Francia. Los franceses sienten demasiada admiración por los «americanos». Los miran como el conejo hipnotizado por la cobra. Y les cuesta trabajo admitir que Francia no es el ombligo del mundo, que si hay un complot no tiene que ser obligatoriamente un complot tramado a orillas del Sena, sino en las riberas del Potomac.