Una pequeña delegación de Democracia Real Ya se acercó al parque de Buttes Chaumont para encontrar a estos inmigrantes tunecinos que hasta el momento sólo han recibido palos y desplantes del gobierno francés. “Lo único que necesitamos es que el estado francés nos dé un permiso de trabajo. Por lo menos de 6 meses, renovables, como el que nos dieron en Italia. Todos nosotros nos hemos endeudado para poder llegar hasta aquí y lo que queremos es poder reintegrar esas sumas” nos relataba uno de ellos.
Viendo la acogida y las dificultades que está viviendo el hexágono no les parece buena idea quedarse por mucho tiempo aquí. “Hemos podido sacar a Ben Ali, no queremos perder la dignidad que hemos conseguido. Europa también necesita una revolución” continuaba. Su desencanto se evidencia, “En Túnez no pasábamos las penurias que estamos viviendo aquí”, agregaba otro.
La mayoría de ellos trabajaba con el turismo, lo que permitió tener relación con muchos franceses, además de contar con familiares en el territorio europeo. “Lo que más nos duele es toda esa gente que nos habían dado sus teléfonos y nos ofrecieron su hospitalidad durante sus vacaciones allí y que ahora no quieren respondernos o nos dicen que no pueden hacer nada por nosotros” nos cuentan contrariados.
Vienen de un país que vivió la superación del miedo a través de la solidaridad de la unión. Un pueblo que se puso codo a codo y apretó los dientes para cambiar su destino. Con ese contexto fresco en la memoria, la decepción se hace mayor para ellos.
“Incluso tíos y primos son indiferentes a nuestra situación” confesaba uno de ellos. “Los mismos tíos y primos que cuando vienen a Túnez han sido siempre recibidos como Pachás”.
Donde la indiferencia se hace regla, en estas urbes colosales donde la gente no conoce los nombres de sus vecinos, miles de gritos son engullidos por el silencio del desinterés.
Sus ojos brillan cuando estrechan nuestras manos y nos agradecen nuestro apoyo. Que no parecía gran cosa al momento de llegar, pero que parece un enorme regalo a la hora de partir. Tan simple, tan sencillo, acercarse a alguien, querer saber cómo está, hacerle saber que estamos en el mismo barco y que no somos indiferentes a su sufrimiento.
“Hay pescadores que lo único que recogen son cadáveres. Miles de libios están utilizando las costas tunecinas para huir de la guerra. ¿Cómo van a recibirlos a ellos? ¿A dónde van a mandarlos de vuelta?” nos contaba uno de los refugiados que participó en alguna asamblea de los Indignados y que se pone a disposición para ayudar en todo lo que pueda.
Mientras comentábamos la desproporción del accionar de la policía en Bastilla y a lo largo del proceso del movimiento de los Indignados, una señora del barrio, con su pañuelo en la cabeza les trae unas galletas y un par de termos de café con leche, bien dulce, evidentemente hecho con sumo cariño y cuidado. Todo se comparte con una amplia gratitud, con un respeto y dignidad asombrosos. Las tazas pasan de boca en boca y el calor de la bebida reconforta en medio de esta fría mañana en París, entre una lluvia intermitente y un viento desangelado.
“Esta mañana pasé por aquí cuando hice las compras y los vi hablando con ustedes. No puedo hacer mucho por ellos, pero todos los inmigrantes debemos ayudarnos los unos a los otros” nos relataba mientras esperaba que terminasen de servirse el café. Mi compañera de aventuras al verlos a todos estos jóvenes saludar a la mujer y recibir de su mano un cigarrillo para cada uno me decía “Es como si fueran todos sus hijos”. Reflexión que me permitió viajar al otro lado del Mediterráneo y pensar en las verdaderas madres de todos estos hombres que arriesgaron su vida para estar aquí y que todavía siguen su periplo de expulsiones, interrogatorios, amenazas y presión policial.
“Del gimnasio en el que estábamos acampados vinieron cientos de policías a expulsarnos. Tiraron gases lacrimógenos para que saliéramos, un ejército de policías para 17 refugiados” nos decía resignado Ali, para luego contarnos que “En comisaría todo el tiempo nos amenazaban con la repatriación y el intérprete que nos pusieron, traducía cualquier cosa. En un momento dado les dije que se fuera, que prefería hablarles en mi mal francés que escuchar las mentiras que les estaba diciendo”.
Algunos de ellos en estos pocos meses que dura su aventura han sido deportados de Alemania, de Austria, de Suiza. “Y nosotros hemos tenido suerte que nos mandaron de vuelta a Italia, a otros los llevaron de vuelta a Túnez. Y ahora no saben qué hacer con los libios”.
Ha llovido durante todo el día sábado en París, en Bastilla la policía les ha quitado a los Indignados los plásticos que utilizaban para protegerse de la lluvia, quizás de ese modo logren convencerlos que lo mejor es volver a sus casas, volver a dar la espalda a lo que pasa, volver a acatar la indiferencia.
Ayer, viernes, en Stalingrad la policía hizo una redada contra los afganos durante la cena ofrecida por los voluntarios de “L’Armée du Salut” que se ocupa de la gente que está viviendo en las calles de Paris. De esto fui testigo con un amigo compatriota, que al narrarle el encuentro de esta mañana y la emoción que sentí cuando me convidaron su café y sus galletas, rememoró: “Una vecina siempre nos traía cosas que preparaba ella, empanadas, pastelitos dulces y era una mujer grande, pobre, pero siempre compartía y cuando nos ofrecía las cosas siempre decía: “De lo poco, poco, de lo mucho, nada””.