Cuando hicimos por primera vez aquellas
quemantes declaraciones, la soberbia “neoliberal” estaba en su apogeo de modo que
fueron consideradas “ideologismos” trasnochados y se las desechó de inmediato con
desprecio. También dijimos, con una humildad inusitada para el ambiente político de
la época, que nuestras propuestas podían constituir una salida de emergencia, en el
caso de que las cosas no marcharan como se preveía. Una vez más, miraron con sorna
nuestra “ingenuidad”: pero si estaba todo bien y mañana las cosas irían aún mejor.
Puede sonar un tanto odioso que recordemos estos dichos ahora, cuando nada parece
funcionar, afectados como estamos por una monstruosa crisis financiera aderezada con
crisis ambientales, crisis de los estados nacionales, crisis sociales, cesantía y descontento
generalizado entre los jóvenes, no sólo por las condiciones económicas en las que deben
vivir sino sobre todo por la falta de sentido del que se ha impregnado todo quehacer
humano por estos días. Pero el actualizar estas ideas no es un acto reivindicatorio ni
mucho menos: es una necesidad, considerando el nivel de confusión que observamos a
nuestro alrededor. Muchos de los que antes defendían con pasión a la “mano invisible”
del mercado son los mismos que ahora claman por la participación estatal para que regule
el actuar desorbitado de esa mano mágica, respecto de la cuál se creía (o se quería
creer) que era capaz de resolver todo por si misma, sin intervención de ninguna otra
entidad. Hay muchos que ahora cuestionan el lucro, cuando en su momento ensalzaron al
egoísmo y anunciaron con total convicción que ese era el motor del progreso.
En fin: marchas y contramarchas; tanto que ya nos está pareciendo una danza
jocosa y algo dislocada. Pero, aunque les pese a los desesperados, ya no es posible
volver atrás, porque la historia es un proceso irreversible. El Estado, ese constructo
del idealismo decimonónico está definitivamente superado (¡enhorabuena!), tanto por
la crisis del concepto de estado-nación en un mundo globalizado como por el hecho
de que fue reemplazado en su momento por un paraestado, constituído por el poder
financiero internacional, el que lo dejó en una situación de debilidad e impotencia extrema.
Sin embargo, también el mercado está siendo sobrepasado por los hechos, cuando
empiezan a quedar en evidencia por todas partes las trampas que escondía ese supuesto
mecanismo perfecto. Así, cuando hemos dicho que el sistema no estaba funcionando,
hablábamos en términos muy concretos, nada ideológicos, entre otras cosas porque el
humanismo nunca ha sido una ideología. El tiempo nos ha dado la razón, pero también ha
puesto a la humanidad en una encrucijada difícil, dado que si las soluciones elaboradas
en el pasado para articular la gestión colectiva ya no funcionan, debemos ser capaces de
avanzar hacia nuevas respuestas.
De cualquier modo, hoy podemos decir con propiedad que se trataba de soluciones
deficientes así es que a no echarlas tanto de menos, porque ese mismo vacío nos está
poniendo en una situación estimulante y creadora. Hoy todo está en cuestión, pero no
por acción de un revolucionarismo voluntarista de viejo cuño sino porque lo hechos,
los crudos hechos nos han traído hasta acá. Y el aspecto más cuestionado es aquel
que se refiere a la administración del poder. Entonces, si la democracia representativa
se encuentra totalmente desprestigiada por el actuar de los “representantes” (es decir,
de los políticos profesionales) es un contrasentido pensar que la solución a nuestros
males actuales consista en devolver al Estado algunas de las atribuciones que ha
venido perdiendo. Ese es un camino que no parece viable, salvo que incorporemos
nuevas cláusulas legales que permitan a los pueblos destituir a aquellos políticos que no
cumplieran sus promesas electorales.
El punto es que eso es lo que está pidiendo el momento histórico que nos toca vivir:
soluciones nuevas para problemas nuevos. Talvez ahora, que la soberbia economicista y
tecnocrática ha perdido vigor, la “escalera de incendios” propuesta por el humanismo sea
de alguna utilidad y entonces se nos escuche con un poco más de respeto.