Partió, de este modo, el personaje más detestado en este nuevo Egipto que quiere ser soberano de su destino. La plaza Tahrir sobrepasó de manera amplia el millón de manifestantes, exultantes cuando el portavoz del gobierno notificó la renuncia de Mubarak. La presión popular fue asfixiante y si bien desde la primera semana, el expresidente intentó con reformas light satisfacer a los que reclamaban en todas las grandes ciudades, no obtuvo buenos resultados. Tampoco su juego sucio, programando un caos de la mano de la policía y los servicios secretos que se cobraron más de 300 muertes y cientos de heridos.
El pueblo egipcio se negó a entrar en esa guerra desigual y se mantuvo firme en su reclamo no violento. En los barrios los vecinos se organizaron para asegurar la protección a las hordas de saqueo y agresiones que recorrían El Cairo.
Una vez superado el miedo a ser protagonistas inundó la protesta el sentimiento de afecto entre ciudadanos, que llevó a protegerse los unos a los otros y mantener la calma incluso en los momentos de mayor desasosiego, como durante los enfrentamientos en los alrededores de la plaza de la Liberación, donde fue una minoría la que se enfrentó a los provocadores, hasta que el ejército decidió entrar en juego y contener una posible ola de violencia.
Los soldados y jóvenes oficiales han manifestado a lo largo de todas las protestas su decisión de no atacar al pueblo, llegando incluso a desobedecer órdenes y abandonar sus puestos para unirse a los cortejos antiMubarak. El pueblo se sintió protegido y arropado por estos militares, que son ahora los que deberán decidir si sostener los cambios propuestos por las masas hambrientas de libertad o seguir manteniendo sus privilegios. Una encrucijada de la que dependen 85 millones de egipcios.
Gente que ha demostrado un nivel de compromiso enorme, que ha superado diferencias de clases, de religión, de género para convertirse en un único grito y una poderosa fuerza solidaria capaz de derrocar al infame tirano que llevaba sometiéndoles hacía ya 30 años.
Como escribió Atilio Borón ayer en Página 12 *“No se conquistó todavía la democracia, cuyo logro requerirá enormes esfuerzos: una presencia constante en las calles, perfeccionar las estructuras organizativas y forjar una conciencia política, todo lo cual impediría que la victoria popular sea escamoteada por las fuerzas de la reacción, aún agazapadas entre las ruinas del régimen, o en los titubeos de un sector de la oposición que simplemente aspira a liberalizar módicamente al régimen político preservando el modelo neoliberal causante del holocausto social del Egipto contemporáneo. Se ganó una primera gran batalla, pero vendrán muchas más”*.
Toda la comunidad árabe está convulsionada, después de la espantada de Ben Ali en Túnez y en simultáneo con este movimiento multitudinario en Egipto, se han desatado otros similares en Jordania y Yemén, que ya están reformando sus gobiernos. La partida de Mubarak fue festejada en Argelia, donde empieza a desafiarse al estado de excepción que impera desde hace 19 años y que prohíbe toda manifestación pública. Incluso hasta Arabia Saudita han llegado estos vientos libertarios, con la creación de un partido político, que después de años de represión está siendo aceptado de forma moderada por el partido único que gobierno dicho estado.
No sabemos todavía el rumbo que tomarán las relaciones exteriores del futuro Egipto libre que se forjará en estos próximos meses, pero por lo pronto comienzan a saltar algunas alarmas en Israel, que pierde el aliado más poderoso de Oriente Medio y sabe que su política contra Palestina es criticada por todo el mundo árabe. También Francia, de una forma hiperbólica muestra su descontento con la partida de otro de sus líderes. El presidente Sarkozy ha saludado la decisión valiente y necesaria que ha tomado Mubarak, contrastando abiertamente con la opinión de diversos mandatarios que han valorado la unión y el tono no violento del pueblo egipcio y han hablado de una gran alegría con la partida del dictador, como Angela Merkel, Barak Obama o Ban Ki Moon.
El gran desafío es cambiar la situación de un país rico, pero sumido en una pobreza gravísima, con casi el 60% de su población sin trabajo y transformar, mediante una nueva constitución, las leyes que rigen el país de las Pirámides.