Aunque el toque de queda siga en vigor, se intenta rematar la tarea de alumbrar una verdadera república democrática. Una labor, en cualquier caso, para cuyo éxito aún quedan poderosos obstáculos e inercias por superar.
La ciudadanía tunecina está siendo la verdadera (y única) protagonista de este proceso de cambio. Castigada durante mucho tiempo por un régimen corrupto y represivo y olvidada sistemáticamente por una comunidad internacional que ha preferido apostar por un dictador que les garantizaba la estabilidad, lleva desde el pasado 17 de diciembre dando un ejemplo que desmiente la tradicional imagen de unas sociedades árabes supuestamente no preparadas para la democracia. Por el contrario, en menos de un mes han logrado la renuncia de un aparentemente imbatible Ben Alí (hoy refugiado en Arabia Saudí), en un proceso del que han estado ausentes tanto los partidos políticos legales (despreciados por su colaboración con la dictadura) como los ilegales (demasiado débiles y sin base social, como efecto combinado de la represión del régimen y de sus propios errores). Tan solo el sindicato Unión General de los Trabajadores Tunecinos (UGTT) ha mostrado la capacidad de reacción necesaria para estar al lado de los tunecinos en estos momentos.
No son menores los resultados ya cosechados. Algunos familiares del dictador han logrado salir del país (se supone que con los bolsillos bien llenos), pero al menos otros 33 ya han sido detenidos, en el marco de un proceso que pretende desmantelar la cuasi mafia establecida por el clan Ben Alí/Trabelsi. El gobierno provisional acaba de anunciar, como resultado de su primera reunión, la puesta en marcha del proceso para aprobar cuanto antes una ley de amnistía general y la legalización de todos los partidos políticos que la soliciten. Por otra parte, se acaba de producir la disolución del comité directivo del Reagrupamiento Constitucional Democrático (RCD), defenestrado ahora tras haber servido como omnipotente correa de transmisión del régimen. Por cierto, no debe pasarse por alto, como una buena muestra de la hipocresía imperante en las relaciones de la comunidad internacional con Túnez, que solo ahora la Internacional Socialista se ha decidido a expulsarlo de sus filas.
En todo caso, ninguno de esos pasos- en un contexto que varía constantemente- permiten dar por consolidado el cambio de régimen ni, mucho menos, el advenimiento de la tan deseada democracia. La incertidumbre es evidente cuando el poder todavía está en manos, principalmente, de actores que han sido estrechos colaboradores del régimen de Ben Alí. Así ocurre tanto con el presidente- Fouad Mebazaa- y el primer ministro- Mohamed Ghanuchi- como con los ministros de interior, exteriores, defensa y finanzas; sin que quepa confiar en que su baja como miembros del RCD sea una garantía suficiente de su neutralidad en esta nueva etapa. Precisamente es este nuevo gobierno- del que, en cuatro días, ya se han desmarcado los tres representantes inicialmente designados de la UGTT, el del Foro Democrático para el Trabajo y las Libertades y hasta uno del RCD- el que causa mayor temor de que se pueda frenar (e incluso revertir) el proceso. No en vano sigue estando dominado por personas demasiado significadas como colaboradores de Ben Alí- tanto del RCD como de los otros tres partidos legalizados como simples comparsas. En sus manos sigue estando el control de las finanzas nacionales, de la policía política (complementada por las células del RCD presentes en todos los ámbitos sociopolíticos y económicos), de la imagen de Túnez en el exterior (en posesión de recursos económicos y policiales tan significativos como ilegales) y de un ejército (que, de momento, ha logrado sostener una imagen de neutralidad, pero del que se desconocen sus interioridades).
Por si esto fuera poco, tampoco puede obviarse la inquietud de vecinos como Libia (con un líder bien conectado con el clan de Ben Alí y notables intereses económicos en Túnez) y Argelia, que pueden verse tentados a intervenir de algún modo en defensa de un statu quo que no quieren ver alterado, aunque solo sea por temor al contagio. Por su parte, el propio Ben Alí conserva conexiones dentro y fuera del país que todavía podría intentar movilizar en su favor. Y todo esto mientras la Unión Europea y algunos de sus miembros no terminan de enviar una señal decidida de apoyo a los tunecinos (quizás porque han olvidado cómo hacerlo tras el largo período de connivencia con el régimen que los ha mantenido aplastados).
Una vez vencido el temor al régimen- desde el momento en que Ben Alí apareció a los pies de la cama del joven inmolado en Sidi Bouzid- nada parece detener a la población tunecina. A diario se repiten las movilizaciones para evitar que el proceso se detenga, presionando para que se llegue a un punto de no retorno (no logrado todavía) que arrumbe definitivamente a quienes pertenecen al pasado (incluyendo a quienes pretenden resucitar, como Moncef Marzouki y el islamista Rachid Ghanuchi) y deje el paso franco a una etapa democrática (para lo que se impone la sustitución del actual gobierno por otro meramente técnico que se encargue de organizar el necesario proceso lectoral) Un punto de extrema delicadeza en ese impulso es la decisión de la fecha de las próximas elecciones. Por un lado, existe una enorme presión para que todo ocurra hoy mismo, para rematar la tarea de destrucción del régimen. Pero, por otro, quizás convenga dar tiempo al tiempo para evitar que una convocatoria precipitada resulte en una victoria del RCD (con ese o con otro nombre de conveniencia), aprovechando la extrema debilidad del resto de los partidos que han estado proscritos bajo la dictadura y las limitaciones que les imponen las leyes actuales.
Entre la diversidad de opiniones escuchadas estos días en Túnez resalta la idea de que esta es una movilización por la dignidad, la libertad y el trabajo. Depende de los tunecinos que este esfuerzo se vea coronado por el éxito…, pero también de nosotros.
**por Jesús A. Núñez Villaverde, Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)**