*“Pero antes el héroe no se movía en un mundo mecanicista, sino en otro vivo que respondía a su disposición espiritual. Ahora lo mecánico ha avanzado tanto, a través de la explicación que dan las ciencias físicas, la sociología marxista, la psicología conductista, que no somos nada sino un conjunto predecibles de cables que responden a estímulos. La interpretación del siglo XIX ha eliminado de la vida moderna la libertad de la voluntad humana”*.
**Joseph Campbell**
Antes que nada, quisiera precisar el espíritu de esta exposición. No encontrarán en ella afirmaciones demasiado tajantes ni conclusiones rotundas o conceptos definitivos. Las cosas están cambiando en el mundo y ese cambio, subterráneo aún, hace de este un tiempo de preguntas más que de respuestas, de dudas más que de certezas. Prigogine habló del fin de las certidumbres y aunque él se refería principalmente al campo de la ciencia, bien se puede extender esta afirmación a todas las áreas del quehacer humano de hoy, tan marcado por la verdad positiva emanada de aquel ámbito específico. Así, estamos viviendo un momento histórico abierto más que cerrado y quisiéramos ser rigurosamente fieles a ese espíritu de apertura hacia lo que no está escrito, hacia lo que se halla oculto y ha de ser encontrado.
¿Y cómo sabemos que el mundo está cambiando realmente? En rigor, se trata de una afirmación osada, porque no hemos hecho ningún estudio para calibrar de manera objetiva la dimensión de esas transformaciones. Sólo lo sabemos por intuición, por la forma en que suenan a nuestros oídos las *“verdades”* de aquel momento anterior. Por cierto, este peculiar instrumento que se llama intuición puede equivocarse y a menudo lo hace, pero preferimos correr ese riesgo antes que esperar las afirmaciones supuestamente exactas de la ciencia, la que tampoco se ha mostrado demasiado hábil para predecir las realidades humanas. De modo que al no tener otro instrumento mejor, nos quedamos con este, cumpliendo con el deber de avisarles. Y, como dice el refrán, *“el que avisa, no es traidor”*.
Veamos entonces si apelando a este curioso método de la sonoridad -podríamos denominarlo el análisis auditivo- llegamos a algo: *“lucha de clases”*…, *“el principal motor humano es la codicia y el afán de lucro”*…, *“materialismo histórico”*…, *“la mano invisible del mercado”*… Estas y otras afirmaciones del mismo tipo todavía circulan en distintos ámbitos, unas más que otras, pero definitivamente ya no son las mismas. Hoy se trasluce en demasía su automatismo mecanicista originario: todo muy pesado, muy maquinal, muy predecible, casi como una vieja locomotora a vapor entrando en una estación vacía, allá en pleno siglo XIX. ¿Y dónde estaba el ser humano?, nos preguntamos. Lo curioso es que ambas posiciones, por más enfrentadas que aparecieran, compartían el mismo trasfondo. En realidad, en el campo de aquellas grandes construcciones intelectuales que dominaron los dos últimos siglos del milenio sólo quedan escombros, trozos descontextualizados en los que aún resuenan, como ecos lejanos, las esperanzas que sostuvieron a esos grandes relatos. Hablando en lenguaje mítico, ha caído sobre ellas la Némesis implacable del tiempo. Más de alguno reclamará que no puede compararse al capitalismo con el socialismo, porque este último fracasó y desapareció del escenario en tanto que el primero aún sigue vigente. Habría que preguntarse entonces si esa vigencia corresponde a una fe viva o a una fe inerte, utilizando los agudos conceptos acuñados por Ortega y Gasset en su libro *“La Historia como Sistema”*. Porque bien podría estar sucediendo que sigamos arrastrando esas convicciones aunque no creamos ya plenamente en ellas, por la sencilla razón de que no tenemos otras con las cuales reemplazarlas.
Tomemos otro ejemplo, basado en un hecho de la contingencia nacional, a ver si nos aporta nuevos elementos de juicio para reforzar nuestra tesis. Me refiero al archimanoseado accidente minero, que dejó a 33 trabajadores enterrados a 700 metros bajo la superficie. El presidente, un hombre de *“derecha”* y reconocidamente pragmático, no hace ningún cálculo *“racional”* de conveniencia y se amarra públicamente a un compromiso exorbitante para realizar un rescate prácticamente imposible. ¿Lucha de clases? ¿Competencia? El presidente millonario se abraza cálidamente con cada uno de los mineros que van saliendo del infesto agujero, mientras una ola de emoción y afecto se derrama sobre el país, generando un fenómeno de convergencia social bastante inédito. Chile entero vibra y se respira un aliento épico que se desprende del
suceso.
En fin, aparte de estos ejemplos un tanto anecdóticos, hay muchos otros indicadores de que estos paradigmas están perdiendo validez. Uno de ellos, tal vez el más importante, es la radical fragmentación que ha sufrido el conocimiento en las últimas décadas, fenómeno que ha ido avanzando en simultaneidad con el derrumbe de los grandes sistemas de ideas. Sin embargo, es necesario precisar que su caída no se debe sólo a una suerte de desgaste natural sino principalmente a que su carga de verdad era exigua. Las concepciones que dominaron los siglos XIX y XX consideraron al ser humano sólo en su dimensión material y animal, y muchos han creído con inusitada ingenuidad (y aún lo siguen creyendo) que aquello era suficiente. Pues bien, esas ideas que en su momento se irguieron como dogmas indiscutibles nos han traído hasta el mundo completamente deshumanizado que hoy experimentamos cotidianamente. Es esta mirada, esta *sensibilidad* la que se encuentra en crisis y debe cambiar; pero ¿en qué dirección?
Si hay algo de lo que podemos estar relativamente seguros en este momento histórico preñado de incertidumbres, es de que el ser humano no se mueve por cosas, por objetos, aunque la realidad externa todavía parezca contradecirnos. La conciencia humana se moviliza por *significados*. Nombradora de mil nombres, no los busca cual si fueran elementos externos, *los construye* y los va articulando en complejos sistemas de imágenes que cumplen con la función de integrar en un todo coherente no sólo la vida presente sino también toda la historia individual y colectiva de un determinado conjunto social. Son esas imágenes y las poderosas cargas afectivas que transportan las que nos impulsan hacia la acción y el emprendimiento, no las cosas que, cuando más, sirven como referentes externos circunstanciales para aquel complejo paisaje interno. Aquí, ya no estamos en el campo de la economía o de la ciencia sino más bien en el de la epopeya y el mito.
¡Pero qué estamos diciendo! ¿No era que habíamos abandonado el pensamiento mítico hace 2.500 años para abrazar el pensamiento racional? Es cierto, y aquella distante opción radical hizo posible el desarrollo posterior de la ciencia y la técnica, atributos tan característicos de nuestra civilización, hoy dominante en el mundo. Pero, como bien lo intuyó Nietzsche, ese abandono se pareció mucho a una amputación y con ello la posibilidad de una comprensión profunda de la subjetividad quedó clausurada durante largo tiempo, al menos para el conocimiento occidental. De ahí en adelante, la esfera de la conciencia humana y sus manifestaciones fue visitada a menudo por la fe pero jamás por la razón. Y cuando intentó hacerlo, hace poco más de un siglo, pretendió abordarla como si se tratara de un fenómeno natural más. Sólo en los últimos años, a partir de Husserl y algunos otros, esa investigación se ha retomado y podemos mirar el mundo síquico bajo una nueva luz.
Quiero destacar especialmente los importantes descubrimientos en este campo realizados por Silo -recientemente fallecido y a quien rindo desde acá un afectuoso homenaje- gracias a los cuales nos hemos enterado de que esas configuraciones narrativas no corresponden a una descripción *“objetiva”* de la realidad exterior sino que son *traducciones alegóricas* de complejas y profundas experiencias internas. El autor, que entre otros muchos aportes también fue capaz de desarrollar un código para descifrar ese lenguaje particular apto para traer, desde nuestras propias honduras, mensajes de gran significación pero extremadamente difíciles de expresar, se preocupa de advertirnos sobre este punto con total precisión en el último capítulo de su libro La Mirada Interna, La Realidad Interior, del cual cito algunos párrafos: *Tampoco debes creer que los “lugares” por donde pasas en tu andar, tengan algún tipo de existencia independiente. Semejante confusión hizo a menudo oscurecer profundas enseñanzas y así, hasta hoy algunos creen que cielos, infiernos, ángeles, demonios, monstruos, castillos encantados, ciudades remotas y demás, tienen realidad visible para los “iluminados”. El mismo prejuicio (pero con interpretación inversa), ha hecho presa de escépticos sin sabiduría, que tomaron esas cosas por simples ilusiones o alucinaciones padecidas por mentes afiebradas*. Hasta aquí la cita. Esta prevención no es secundaria: sabemos de algunas grandes religiones que hicieron pasar sus mitos particulares como hechos históricos y con ello escamotearon la verdad histórica; también está el caso de alguna importante corriente político-social que quiso validar sus mitos como hechos de la ciencia, falseando la verdad científica. El eco de aquellos falseamientos llega hasta nuestros días.
Hoy circula por el mundo una profusa (y confusa) imaginería seudomítica, hecho que nos habla a las claras de una necesidad latente. La mayoría de las imágenes contenidas en esas historias provienen del ámbito anglosajón, por el hecho de haber sido durante un buen tiempo la cultura dominante, aunque hoy ya no lo sea. Pero si las explicaciones del materialismo desacralizado para justificar las motivaciones humanas nos parecen pobres y hasta ridículas, no creo que vayamos a reemplazarlas por espadas y caballeros feudales. Sería simplemente patético. ¿Cómo serán entonces esos nuevos paisajes? ¿Cómo se comportarán los nuevos modelos que vivirán en ellos y alegorizarán la ética de los nuevos tiempos? No lo sabemos. Sólo somos capaces de ver lo que muere, no lo que está por nacer. Es tarea de poetas y artistas darle voz, forma y color a esos arquetipos del mañana y estamos seguros de que responderán a la altura de su misión, si se atreven a desprenderse de los añejos parámetros de una cultura en descomposición, para unir el pasado con el futuro.
Muchas gracias.