*»La política es la única actividad que pareciera regirse por una suerte de pragmatismo que depende casi por completo de las conveniencias coyunturales”*.
Hoy nos invitan nuevamente a hablar de política, esta vez como fundamento para una nueva civilización. No está fácil, después de lo que dijimos en aquella oportunidad y sobre todo cuando constatamos que esa crisis se sigue profundizando cada día más.
Sin embargo, queriendo avanzar hacia una nueva civilización, y habiendo hecho de la política nuestra forma de acción humanizadora, intentemos esbozar un lineamiento para esta acción política de cara a esa nueva civilización con la que todos soñamos.
Bien, pero comencemos con una pregunta: Si la dirección que ha tomado el sistema que nos incluye fuese destructiva, como parece indicarnos la experiencia cotidiana, ¿qué podemos hacer para modificarla? Pregunta difícil de responder. Más aún hoy, cuando ese sistema ya no es local sino global: ya no se trata de un país o de una región sino que del mundo entero.
Esta no es la primera vez que el ser humano se encuentra en una encrucijada histórica parecida, esto ha sucedido muchas veces antes. Diferentes civilizaciones fueron reemplazadas, unas por otras. Lo distinto está en que ahora no hay una civilización afuera
de la crisis que pueda dar las respuestas necesarias. En un mundo globalizado no hay nadie *“afuera”* de esa crisis. Entonces, la respuesta no vendrá de afuera, ni tampoco podrá venir de ciertos líderes iluminados que la impongan desde arriba a las poblaciones; en una época de mundialización, la respuesta necesariamente la deberán encontrar los pueblos en su conjunto, como verdaderos protagonistas de la Historia.
Hasta ahora el Ser Humano nunca ha logrado desprenderse del comportamiento agresivo, y las sociedades que ha creado siguen estando marcadas por la violencia. ¿Es posible erradicar la maldición de la violencia desde las sociedades humanas? A la luz de la experiencia histórica, estaríamos tentados a decir que no, que se trata de una esperanza ilusoria. Sin embargo, también es cierto que en distintos momentos han existido personas y causas que alcanzaron sus objetivos sin recorrer el camino de la sangre y la destrucción;
ellos nos sirven de modelos o referencias vivas para orientar nuestra acción.
Establezcamos desde ya con claridad que una nueva civilización necesariamente deberá ser una civilización no violenta.
Y un nuevo referente, político o social, diseñado para una nueva civilización, deberá sustentarse en dos pilares fundamentales: poner al ser humano como centro, por encima de cualquier otro valor, y su forma de acción ha de ser no violenta. Además, respecto del
método de análisis de la realidad social, es necesario incorporar a la subjetividad humana dentro de los factores relevantes que impulsan cualquier proceso de cambios.
Afirmamos que el principal indicador para medir el éxito de una nueva forma de hacer política ha de ser el retroceso de la violencia, hasta su completa desaparición desde la convivencia social.
Porque, ¿Cómo puede ser posible que unas minorías impongan condiciones francamente desventajosas para el conjunto y esas mayorías ni siquiera intenten oponerse? La respuesta es muy simple: lo que sucede es que no hay real democracia y, en estricto rigor, las
mayorías no están decidiendo nada importante.
La democracia se sustenta en el equilibrio de poderes y en el contrapeso que establece una sociedad civil fuerte y organizada para limitar al Estado y al paraestado y controlar su funcionamiento. Cuando un poder queda fuera de control porque no existen
contrapoderes que lo regulen, el equilibrio se rompe y el sistema democrático se distorsiona completamente adquiriendo un carácter puramente formal, ya que las decisiones que estaban en manos del pueblo en su conjunto pasan a radicarse en ese poder desbocado en
manos de una minoría. Este es el caso del poder económico.
Una dificultad adicional es: ¿Qué contrapeso podemos oponer al totalitarismo del capital financiero para limitar su acción, cuando ni siquiera alcanzamos a percatarnos de su existencia y de su alcance?
El Estado se encuentra desacreditado, debilitado y se ha convertido en dócil instrumento de esta nueva tiranía. Y por otra parte, el tejido social, que era la base del poder de las poblaciones, se encuentra totalmente desintegrado.
Para lograr el urgente propósito de contener al capital financiero es necesario levantar contrapoderes que le arrebaten el dominio absoluto que hoy ejerce, de modo que las sociedades consigan recuperar su soberanía e independencia. En principio, existen sólo
dos vías para crear esos contrapesos: por una parte, recuperando la autonomía del Estado a través de la lucha electoral y en segundo lugar, reconstruyendo el tejido social y la organización ciudadana mediante un trabajo intencional en la base, capaz de articular un
auténtico movimiento social. Así, el Estado podrá encuadrar al capital mientras que la comunidad organizada encuadrará al Estado, regulando al poder estatal.
Las transformaciones sociales y económicas que se requieren deben orientarse a impedir cualquier forma de concentración de poder. Ese es el gran desafío; eliminar toda forma de concentración de poder. Y en esa dirección apuntan la superación de la democracia
representativa por una plebiscitaria, la regionalización efectiva y la empresa de propiedad de sus trabajadores, todas políticas necesarias en una nueva civilización.
Una nueva civilización debería aspirar a construir una nación humana universal, que básicamente consiste en una confederación de naciones, multiétnica, multicultural, multiconfesional; se trata de la convergencia de la diversidad humana. Para que ese nuevo
mundo se consolide, se hace urgente y necesario modificar radicalmente el sistema de relaciones sociales y económicas que hoy nos rige. Ha llegado entonces el momento de poner a la economía al servicio del ser humano y no al ser humano al servicio de un orden
económico aberrante.
Es muy importante comprender que no se trata de una cuestión de modelos sino que de prioridades. La salud y la educación son necesidades humanas básicas y, como tales, se constituyen en derechos humanos inalienables que deben ser asegurados igualitariamente.
La verdadera revolución es, en el fondo, un asunto muy poco vistoso pero profundamente significativo de reordenamiento de prioridades, poniendo a la salud y la educación en el primer lugar. Y por el momento, el Estado parece ser la única entidad que puede asegurarlo,
así es que la sociedad debe proveer los recursos necesarios para que cumpla su función sin postergación y con la máxima excelencia.
En lo económico, una nueva civilización deberá tener la forma de una economía mixta en la que el Estado opera, podríamos decir, en consenso con el mercado, estableciendo un nuevo contrato social con los actores privados, entendidos ahora ya no como sectores antagónicos o competidores sino que complementarios y sinérgicos. No estamos propiciando, de ningún modo, un regreso al estatismo sino que proponiendo la construcción de un gran acuerdo público-privado para actuar en convergencia. El Estado puede planificar y coordinar muchas cosas y eso no necesariamente significa centralizar la
economía. Se trata de incentivar, de financiar, de premiar lo que conviene y castigar lo que no conviene al conjunto, disolviendo cualquier forma de monopolio.
Debemos ahora reflexionar sobre la cuestión del poder.
Siempre que se habla de democracia, se la asocia obligadamente a la representatividad, como si existiera allí una frontera infranqueable para la imaginación, que pareciera no atreverse a ir más allá de esos límites. Por su parte, la clase política, temerosa de ser
desplazada, se encarga de reforzar esa vacilación martillando sin pausas acerca de la imposibilidad de gobernar sin partidos ni representantes. ¿Qué innovaciones seremos capaces de proponer para superar esta dura prueba que enfrenta hoy la democracia?
Cuando los partidos políticos se vinculaban realmente a los pueblos, recogiendo y expresando las distintas sensibilidades colectivas que estaban en juego, entonces tenían legitimidad y reconocimiento social. Pero cuando sólo les interesó el poder, perdieron
su autoridad como intérpretes y portavoces de la realidad social, que era su único capital político. Entonces, esos referentes se convirtieron en máquinas electorales productoras de funcionarios públicos y abandonaron el vínculo directo con aquellos pueblos y sus
problemas, para optar por una relación intermediada.
En realidad, la democracia recuperará su alma cuando el pueblo vuelva a ser el protagonista. Pero esa energía colectiva va a manifestarse en plenitud sólo cuando dicha participación sea sinónimo de decisión, cosa que se hará efectiva si se ponen en marcha
ciertas transformaciones de fondo al sistema democrático orientadas a traspasar a la comunidad organizada niveles de decisión cada vez más altos.
La fórmula de un Estado fuerte y un pueblo débil desembocó en los totalitarismos estatales que aplastaban la libertad a través de la violencia institucional. Un Estado débil y un pueblo débil han generado un vacío de poder que permitió la irrupción de un ilegítimo estado paralelo en manos del poder financiero internacional, el que mantiene *“secuestradas”* a las sociedades mediante la imposición de condiciones de violencia económica generalizada.
Un Estado y un pueblo fuertes podrían establecer entre ellos un equilibrio dinámico de poderes. Pero, en la medida en que las comunidades adecuadamente coordinadas vayan aumentando su poder real, el dominio estatal disminuirá proporcionalmente y la
organización colectiva se irá acercando cada vez más al ideal de una democracia directa. Y cuando los pueblos sean capaces de tomar todas las decisiones respecto de aquello que los incluye directamente, entonces la libertad dejará de ser una mera palabra para convertirse
en realidad social, largamente anhelada y duramente conquistada.
Si antes se pretendió, erradamente, hacer la revolución prescindiendo de la conciencia humana, hoy la revolución es, antes que nada, un acto de conciencia. Las comunidades se verán enfrentadas al desafío de crear nuevas formas de organización en la base social.
Será necesario encontrar un nuevo tipo de organización, mucho más flexible y capaz de responder dinámicamente a los esfuerzos que le exigirá la situación de inestabilidad social generalizada. Estamos seguros de que esas nuevas orgánicas estarán muy lejos de la
morfología piramidal y jerárquica tan propia de esta prehistoria que queremos abandonar y superar. Entonces, las relaciones verticales de subordinación serán reemplazadas por una red de vínculos de coordinación entre funciones diversas, sin un centro manifiesto del cual, más de alguno, pudiera querer apoderarse para gobernar a todo el conjunto.
Proponemos avanzar hacia modos de autogestión popular que impidan, desde su génesis, cualquier forma de dominación. El cambio verdadero no es el reemplazo de un poderoso por otro, de un dominador por otro, sino la total ausencia de poderosos y la superación
definitiva de un orden social que implique dominadores y dominados.
Los humanistas siempre hemos tenido especial cuidado en considerar al poder político sólo como un medio más —en ningún caso el único, ni siquiera el más importante— para llevar adelante una revolución que, entre otras cosas, aspira a desarticular para siempre la relación perversa entre poder y violencia a través de formas de acción y de lucha no-violentas.
Una revolución social humanista se caracteriza, básicamente, por una reorientación de todo el sistema, de la acumulación a la distribución. En una sociedad auténticamente humana el empeño estará puesto en mejorar radicalmente las condiciones de vida de los pueblos
por encima de cualquier otro interés. Una revolución política significa básicamente la desconcentración del poder.
De acuerdo con nuestra concepción, esas verdaderas redes intencionales que son los conjuntos humanos no requieren de ninguna conducción ni estimulación externas a su propia iniciativa, sino que de una adecuada coordinación. Es importante que se entienda
bien la diferencia: si consideramos a los seres humanos como conciencias activas, que no sólo reflejan el mundo sino que están siempre en situación de transformarlo, entonces se vuelve por completo ilegítimo interferir en ese proceso desde afuera porque lo que está en juego es la misma libertad humana.
Entonces proponemos avanzar hacia un Estado coordinador, facilitador. Este rol activo pero no coercitivo del Estado, no tiene nada que ver con esa suerte de ausencia o parálisis estatal
que propugna el neoliberalismo, sobre todo porque no se produce ningún vacío de poder, al estar éste íntegramente radicado en la comunidad organizada.
De aquí en adelante, todo el tema ha de ser la reorganización de la base social, de modo que la potestad allí encarnada pueda manifestarse con todo su potencial. Sospechamos, con
esperanza y entusiasmo, que serán las nuevas generaciones que aparecen ya en el horizonte, las que llevarán adelante este desafío, que no es otro que el de la superación del sufrimiento que hoy afecta a millones, para avanzar hacia la tan anhelada Nación Humana Universal.