Luego de siete años y cinco meses, la fase militar de la llamada “Operación Libertad Iraquí” llegó a su fin. Lanzada el 20 de enero de 2003 por el ex presidente estadounidense George W. Bush, contó con el apoyo militar de una coalición de naciones como Inglaterra, España, Australia, Polonia y Dinamarca.
De acuerdo a la Organización “Irak Body Count” (IBC), entre 97.274 y 106.154 civiles (no involucrados en acciones de combate) murieron de forma violenta desde el comienzo de la invasión. 4.600 soldados estadounidenses perdieron la vida, y el gasto militar en ese país ascendió a 736.000 millones de dólares.
Ya hacia octubre de 2006, la ACNUR (el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados) y el gobierno iraquí habían estimado más de 1,6 millones refugiados y/o desplazados iraquíes. Para 2008, ese número ascendió a 4,7 millones (un 16 por ciento de la población). Y un 35 por ciento de lo niños iraquíes, huérfanos.
Se trató, de acuerdo a las palabras de Bush, de una “guerra preventiva”. Afirmando que el régimen de Saddam Hussein contaba con armas de destrucción masiva, y que éstas representaban un peligro para EEUU, el mundo occidental y sus aliados en Oriente Medio, el ex mandatario de la principal potencia militar mundial ordenó el ataque.
A diferencia de la operación en Afganistán -que todavía continúa-, el ataque a Irak no contó con la complicidad del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Tanto la mayoría de sus miembros permanentes (China, Francia, Rusia) como otras potencias se habían pronunciado en contra de la operación.
Hans Blix, por entonces jefe de inspectores de armas de la ONU, había declarado que no existían pruebas suficientes de la presencia de armas de destrucción masiva en Irak y que, a su vez, tanto EEUU como Inglaterra no contaban con el respaldo “legal” (es decir, resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU) para declarar la guerra.
Ana Baron, corresponsal del diario Clarín en Washington, asegura en su reporte del 20 de agosto de 2010 que Bush “estaba convencido de que debido al carácter opresor del régimen iraquí la población se sublevaría en contra de Saddam y que la confrontación militar duraría como mucho un par de semanas”.
225 mil soldados de EEUU invadieron Irak por aire, mar y tierra para lograrlo. Fue así que la caída de Bagdad –y posterior huída de Saddam- se lograría en menos de dos meses (el 1 de mayo de 2003). Vestido como piloto, y desde un portaaviones, Bush exclamaba “Misión Cumplida”.
Sin embargo, fue la insurgencia iraquí la que tiró por la borda los planes militares de la administración Bush. Los atentados suicidas diarios contra posiciones militares, gubernamentales y objetivos civiles hicieron de Irak “uno de los fiascos estratégicos más devastadores de la historia militar de EEUU”, asegura Baron.
El ataque a la sede de la ONU en Bagdad, a un mes y medio de la “Misión Cumplida”, evidenció la real incapacidad estadounidense por imponer su voluntad militar en la zona. Al menos 17 personas murieron, entre ellos el brasileño Sergio Vieira de Mello, enviado especial de Naciones Unidas para Irak.
Todo quedó “en manos de los grupos radicalizados”, explica Gustavo Sierra, periodista de Clarín y autor de “Bajo las bombas”, el libro donde narra su experiencia como corresponsal durante la guerra. “Sea chiítas, sunnitas o el remanente de Al Qaeda en la Mesopotamia, todos con poder para llevar a cabo atentados tremendos”.
Mientras tanto, explica, “los shiítas del Ejercito Mahdi lograron controlar el sur del país y la tensión entre las facciones llega a su epicentro con la voladura del santuario de Samarra. La debacle americana se profundiza cuando los españoles deciden abandonar la coalición y la base de Diwaniya. Todos los otros aliados tomaron el mismo camino”.
Por otra parte, la revelación de la torturas que soldados estadounidense habían cometido contra presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib evidenció, ante la prensa masiva, la oposición entre la doctrina de la “guerra contra el terrorismo” y el respeto por los derechos humanos. Allí también había torturado Saddam Hussein.
El ex dictador fue encontrado en un sótano de las afueras de Tikrit, su ciudad natal. El nuevo Tribunal Supremo iraquí lo enjuició y condenó a la horca, entre otras cosas, por ordenar un ataque con gas venenoso contra los la población kurda de Irak en 1988. Videos de su muerte fueron transmitidos por televisión, el 30 de diciembre de 2006.
Medio año más tarde, el 4 de agosto de 2007, 400 kurdos fueron masacrados en Al Jazeera y Kataniya, a 120 kilómetros de la ciudad de Mosul, en el peor atentado desde la invasión. Ya con Barack Obama en la presidencia, el 26 de octubre de 2009, cinco coches-bomba causaron 155 muertes en el centro de Bagdad.
Uno de los objetivos predilectos de la insurgencia fueron los centros de reclutamiento de las nuevas fuerzas de seguridad iraquíes. De hecho, el martes previo a la finalización de la “Operación Libertad Iraquí”, un atentado suicida terminó con la vida de 61 personas e hirió a otras 130 mientras hacían cola para enrolarse en el ejército iraquí.
A su vez, la división entre las fuerzas políticas, étnicas y religiosas iraquíes (que Hussein acallaba violentamente) impide al primer ministro Al Maliki conformar un gobierno de unidad. A los iraquíes, mientras tanto, “les cuesta mucho poder comprar el pan (…) o trasladarse a cualquier lugar sin temor a volar por los aires”, asegura Sierra.
Las fuerzas militares remanentes en Irak disminuirán hasta 10.000, el número de soldados encargados de las cinco bases norteamericanas permanentes en dicho país. Otros asumirán tareas de “seguridad privada” para las empresas estadounidenses contratadas por el Pentágono y el Departamento de Estado para la “reconstrucción”.