La amena intervención de De Klerk previno, además, frente a lo distinta que resulta la realidad colombiana y lo complejo de su conflicto interno. No existe en el mundo, nos lo recordó el líder sudafricano, receta mágica que garantice el fin de la violencia.
Para el caso que nos ocupa, el de la violencia desatada en Sudáfrica por el insufrible sistema de segregación racial, más conocido como apartheid, que ocasionó miles de víctimas de graves violaciones a los derechos humanos —22 mil si nos atenemos a la Comisión Sudafricana para la Verdad y la Reconciliación—, es muy poco lo que en la Colombia actual nos permite realizar extrapolaciones. Si bien el racismo es también una variable del conflicto colombiano, una que además pasa de agache pero de la que sabemos cada vez que la mirada se posa en la complicada situación que atraviesa el Litoral Pacífico, nadie creería que el problema real de la violencia colombiana lo define la rivalidad étnica.
Sudáfrica, por el contrario, le puso fin, de la mano de De Klerk y Nelson Mandela, a la arbitraria legislación que llamaba a la supremacía de una raza. La tarea, es obvio, tomó tiempo y esfuerzos. En más de una ocasión, los momentos de crisis amenazaron la posibilidad del cambio, definida acertadamente durante el foro como un proceso. Pero su perseverante disposición, la apuesta por un salida política, además de convertir a estos dos líderes mundiales en ganadores del Premio Nobel de Paz por sus esfuerzos en el establecimiento de una nueva democracia, convirtió a Sudáfrica en un país diferente.
El llamado de De Klerk para Colombia es a que los líderes interesados en la paz consideren seriamente la construcción de un consenso —que en el caso de Sudáfrica tomó la forma de una Comisión de la Verdad ideada en el contexto de una serie de amnistías— que sirva para lidiar con el doloroso pasado que se desea superar. En contraste, Colombia inició en el marco de la Ley de Justicia y Paz lo que para algunos ya es un posconflicto. Y ello sin que el conflicto, en realidad, se encuentre resuelto.
Los desafíos, pues, son mayores. Antes que un conflicto de índole cultural, de intolerancia frente a un grupo minoritario, en Colombia el detonante de todo tipo de violencias recientes es el narcotráfico. El combustible, se sabe, de los grupos armados y las nuevas redes de poder regional. Y más allá del narcotráfico, que en realidad cobra vigencia a partir de la segunda mitad de los años setenta, ya tenía Colombia una larga historia de enfrentamientos que se saldaron con pactos de olvido y absoluta impunidad.
El pacto social que De Klerk le sugiere a Colombia es un llamado a la necesidad de hacerle frente al pasado y sus dolorosos recuerdos. Es una instrucción, acaso el consejo de un experto, que implica saldar cuentas con los violentos, elaborar y reconocer la lista completa de víctimas y victimarios, establecer motivos y conductas, abrir espacios de interlocución, generar acuerdos, develar y aceptar, en suma, algunas de las razones históricas del conflicto.
Y requiere, ciertamente, que se le dé algún tipo de contenido a una larga lista de palabras que hoy, convertidas en recetario de la justicia transicional, carecen de sentido: reconciliación, verdad, memoria y perdón han perdido su poder de transformar. Es preciso que no se las banalice.